Yo solía dejar libros en un banco del parque, con la idea de que alguien los encontrara y les diera una segunda vida

EL LIBRO PRESTADO

Yo solía dejar libros en un banco del parque, con la idea de que alguien los encontrara y les diera una segunda vida. Un día recibí un correo inesperado. Era de una mujer que me había visto anunciar uno de esos ejemplares en un grupo local. Me contaba que atravesaba un momento muy duro: estaba desempleada, vivía sola con su hijo adolescente y no tenía dinero ni para comprarse un libro de segunda mano. “¿Sería posible enviármelo por correo?”, me preguntó con timidez.

Mi primera reacción fue de fastidio. Pensé: “Ya bastante tengo yo con mis problemas, como para andar gastando en envíos”. Casi borré el mensaje. Pero luego me vino una duda: ¿y si realmente está diciendo la verdad?

Al final decidí hacerlo. Metí el libro en un sobre acolchado, pagué el envío y lo dejé en correos. Me olvidé del asunto.

Un año después, una caja marrón apareció en mi buzón. El remitente me resultaba vagamente familiar. Lo abrí con curiosidad y dentro encontré varias cosas: un montón de hojas manuscritas, un marcapáginas de tela bordado a mano, y un pequeño paquete con galletas caseras envueltas en papel.

Encima de todo había una carta. La reconocí al instante: era de la mujer a quien había enviado el libro.

«Hola. No sé si se acuerda de mí. Hace un año me mandó una novela cuando estaba pasando una de las épocas más oscuras de mi vida. La leí una y otra vez. Fue más que un libro: fue compañía. Mi hijo y yo la compartimos por las noches, leyendo en voz alta. Ese gesto suyo me devolvió una chispa de esperanza. Ahora encontré trabajo, las cosas mejoraron poco a poco, y quiero devolverle una parte del cariño. En el paquete encontrará relatos que escribí inspirada en aquellas lecturas, un marcapáginas que cosí con mis propias manos, y galletas que horneamos mi hijo y yo para usted. Ojalá algún día, en una tarde de lluvia, las pruebe con una taza de té y nos recuerde.»

Me quedé sentado con la carta entre las manos, con un nudo en la garganta. Nunca imaginé que un gesto tan pequeño pudiera generar tanto.

A partir de ese momento comenzamos a escribirnos. Se llamaba Isabel, trabajaba en una pequeña librería de segunda mano, y su hijo, Diego, soñaba con ser ilustrador. En sus mensajes hablaba con sencillez, sin dramatismos, pero entre líneas se notaba el cansancio de alguien que lucha día tras día.

Un verano viajé a su ciudad por trabajo. Pensé en pasar de largo, pero algo dentro de mí me dijo que no debía desaprovechar la oportunidad. La invité a tomar un café. Ella dudó, avergonzada, pero al final aceptó.

Cuando entró al café, la reconocí al instante: mujer de mediana edad, mirada amable y una carpeta bajo el brazo. A su lado venía un chico delgado con un cuaderno lleno de dibujos.

—¿Eres tú? —preguntó con una sonrisa nerviosa.
—Sí, —respondí, levantándome.

Nos abrazamos como si fuéramos viejos amigos. Diego me mostró sus bocetos y me regaló uno: una ilustración del banco del parque donde yo dejaba mis libros.

Ese día comprendí que el azar no existe del todo. Que a veces un pequeño acto abre un camino invisible hacia algo mucho más grande.

Hoy seguimos en contacto. Yo le mando libros nuevos de vez en cuando, y ella me envía relatos y galletas en cajas que siempre huelen a hogar.

Y cada vez que me siento tentado a contestar con frialdad a alguien, recuerdo aquella primera carta. Porque a veces, al tender una mano, no solo cambias la vida de otro… también transformas la tuya.