— “¿Y tú por qué sigues aquí, si ya no eres mi mamá?” — me preguntó Daniel, sin saber que soy yo quien limpia su casa cada día.
Me llamo Elena. Siempre fui una mujer sencilla, con pocas palabras y mucho amor guardado en el pecho. Pero nunca imaginé que mi amor tendría que esconderse entre paredes que alguna vez fueron mías.
Hace cinco años, mi hijo Daniel y yo dejamos de hablarnos. Una pelea que parecía pequeña se volvió un abismo. No recuerdo cuándo comenzó el silencio, solo sé que ya no soy su madre, sino alguien invisible.
— ¿Para qué sigues viniendo, mamá? — me dijo una vez, con la voz fría.
— Porque eres mi hijo, — respondí sin atinar a entender.
No quería molestar, ni reclamar un lugar que no me daban. Así que cuando Daniel contrató a una empleada doméstica, decidí ser yo.
Cada mañana, me despierto antes que todos. Me pongo el uniforme, me maquillo apenas y entro en la casa donde crecí, pero que ahora parece ajena.
— Buenos días, señora Elena, — me saludan las otras empleadas.
— Buenos días, — respondo, con el nudo en la garganta.
El corazón me late fuerte cuando veo a Daniel por los pasillos, sin saber que la que limpia sus ventanas es su madre.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché la voz de Daniel desde la sala.
— ¿Crees que algún día mamá volverá a ser la de antes? — preguntó a su esposa.
Ella suspiró.
— No sé, pero esta distancia nos está matando a todos.
Las palabras me atravesaron como cuchillos. Quise salir corriendo, abrazarlo y decirle que nunca dejó de ser mi hijo, que nunca dejaría de amarlo.
Pero mi lugar era ese, entre sombras y susurros, sin reclamar nada.
Una noche, mientras doblaba la ropa, Daniel entró a la habitación de servicio.
— ¿Mamá? — dijo, con voz temblorosa.
Me volteé, sorprendida.
— ¿Puedo hablar contigo?
Nos sentamos en silencio.
— Perdóname, — dijo — por todo el tiempo que no quise verte.
No sabía qué responder, las lágrimas querían salir, pero me contuve.
— Yo también, Daniel.
Nos quedamos en silencio, con el peso de los años entre nosotros.
Poco a poco, volvimos a construir puentes. No fue fácil, ni rápido.
Pero un día, Daniel me pidió que dejara de trabajar en la casa.
— Mamá, quiero que seas mi madre, no mi empleada.
Lo miré, con una sonrisa cansada.
— He esperado mucho este momento.
Ahora, en las noches, nos sentamos juntos a conversar. Me cuenta sus sueños, yo le hablo de los míos.
Entre las paredes que antes fueron frías, ahora hay calor.
Y aunque la distancia nos marcó, el amor silencioso que llevé en mi pecho nunca se apagó.
Porque a veces, para estar cerca de quienes amamos, hay que aceptar estar lejos en otros sentidos.