—¿Y tú para cuándo? —le preguntaron por enésima vez.
—¿Y tú para cuándo? —le preguntaron por enésima vez.
Clara sonrió con cortesía, como quien lleva años tragando la misma pregunta con un poco de vino tinto. Tenía 38 años, una pareja estable, una casa luminosa, y un gato que dormía en el regazo como si supiera que había reemplazado algo.
En la cena familiar, todos los ojos se volvieron hacia ella. Una prima recién parida, una madre que hablaba de nietos con nombres elegidos antes de tiempo, y un padre que solía decir “los hijos le dan sentido a la vida”.
Pero Clara no respondía.
—¿Es que no quieres tener hijos? —insistió una tía, como si fuera una enfermedad que había que diagnosticar.
Clara dejó el tenedor sobre el plato con cuidado.
—No es que no pueda —dijo—. Es que no quiero.
El silencio cayó como un trueno. Hasta el gato levantó la cabeza.
—¿Cómo que no quieres? —la madre frunció el ceño—. ¿Y entonces para qué has estudiado tanto? ¿Para qué tienes estabilidad? ¡Tienes todo para ser una buena madre!
—Precisamente por eso —dijo Clara, serena—. Porque me conozco. Porque me respeto. Porque sé que no todas las mujeres nacimos con el instinto materno y no hay nada roto en eso.
Un primo se rió por lo bajo. —Eso es egoísmo —murmuró—. Poner tus planes por encima de dar vida…
—¿Egoísmo? —Clara giró la cabeza, sin perder la compostura—. ¿Y traer un hijo al mundo solo porque los demás esperan que lo hagas… no lo es?
El padre suspiró. —Pero ¿no te da miedo quedarte sola?
Clara lo miró, con ternura.
—Estar rodeado de hijos no es garantía de compañía, papá. Hay quienes tienen tres y ninguno llama. Yo tengo una pareja que me ama, amigos que me sostienen y una vida que me llena. ¿No basta?
—No entiendo —dijo la madre, casi dolida—. ¿Qué sentido tiene entonces todo esto?
Clara se levantó despacio y caminó hacia el ventanal. Afuera, la noche era amplia y silenciosa. A veces, pensaba que ese era su verdadero hogar: el espacio donde no se le exigía ser otra cosa que ella misma.
—El sentido de la vida no es el mismo para todos, mamá. A ti te hizo feliz ser madre. A mí me hace feliz escribir, viajar, amar sin cadenas… y levantarme cada día sin pensar que me fallé.
La prima, con su bebé en brazos, intervino con suavidad:
—¿Y si un día te arrepientes?
—¿Y si tú un día también lo haces, pero no puedes echarte atrás?
Otra pausa. La más profunda de todas.
Clara se acercó al bebé y lo acarició con ternura.
—No odio a los niños. No huyo de ellos. Simplemente sé que no quiero tener uno propio. Y si eso me convierte en menos mujer para algunos, lo acepto. Pero no permitiré que esa presión me convierta en alguien que no soy.
El gato saltó al sofá. El vino seguía en la copa. Y en medio de todas esas miradas confundidas, Clara sonrió como quien por fin se había dado permiso de vivir a su manera.
Porque ser mujer no era sinónimo de ser madre.
Y porque la maternidad, cuando es impuesta, deja huellas más profundas que cualquier silencio