“¿Y si ya no vuelves?” — preguntó María a la sombra de sí misma sobre la cortina, en una tarde silenciosa, donde el viento que entraba por el techo sonaba como el suspiro de alguien que se había ido para siempre.
María conoció a Juan cuando aún era muy joven. Ella era una chica tranquila, de un pueblito en el centro de México. Callada, humilde, pero para Juan, ella lo era todo.
Juan se alistó en el ejército cuando María tenía apenas 20 años. Se prometieron algo sencillo: “Yo me voy, pero regreso. Espérame.”
Esa promesa se volvió el hilo que sostuvo toda la vida de María.
Los primeros años, María recibía cartas de Juan con frecuencia. Cada una era un rayito de sol en sus días solitarios. No se casó, no se fue del pueblo. Cuidaba a su madre, trabajaba el campo y vivía en silencio, como esperando un tren que nunca llegaba.
Pero con el tiempo, las cartas empezaron a escasear. Un mes… tres meses… medio año sin noticias. María comenzó a preocuparse. Algunos decían haber visto a Juan en el norte. Otros aseguraban que había muerto.
María se negaba a creerlo. “Él prometió que volvería,” repetía como un rezo.
Pero hasta la fe más fuerte puede desgastarse.
A veces se quedaba despierta toda la noche, no por nostalgia, sino por rabia. “¿Realmente aún piensa en mí?” se preguntaba. Su corazón estaba dividido: entre la fidelidad y el deseo de seguir viviendo.
Una tarde, al final del invierno, mientras barría el patio, un joven soldado tocó la puerta. En sus manos traía una carta vieja, desgastada por el tiempo.
— “Señora, esta carta es de don Juan, mi compañero. Me pidió que se la entregara si algún día regresaba.”
María se quedó en silencio. Tomó la carta con manos temblorosas. Juan había escrito:
“Mi amor, si estás leyendo esto, significa que ya no estoy. Pensé en ti todos los días, pero la guerra no es como la imaginamos. Si no vuelvo, perdóname. No cumplí mi promesa, pero jamás te olvidé. Ni un solo segundo.”
María no lloró como muchos habrían esperado. Solo se sentó en su vieja silla de madera, mirando el patio. La luz del atardecer se alargaba, dorada y melancólica.
Desde aquel día, María vivió distinto. Ya no esperaba, tampoco buscaba. Solo vivía en silencio, como si parte de su corazón hubiera sido enterrado junto a Juan.
A veces les decía a sus nietos:
— “El verdadero amor no es el final feliz, sino cómo nos recordamos cuando ya no estamos.”