¿Y si esa viejita en la banqueta fuera tu mamá?
Lo que este hombre descubrió después de un acto de bondad te va a romper el alma.
Cada mañana, antes de abrir su puesto de jugos en la colonia Doctores, Martín pasaba por la misma banqueta y dejaba una torta calientita, envuelta con cuidado, al lado de una viejita encorvada que siempre dormía junto a la farmacia abandonada.
No hablaba. No pedía. Solo estaba ahí, envuelta en un suéter raído, los pies hinchados y las manos temblorosas como hoja al viento.
—Buenos días, jefa. Aquí le traje su desayuno. —decía él con una sonrisa suave.
Ella apenas levantaba la cara. A veces murmuraba un “gracias” casi inaudible. Otras veces solo asentía con la cabeza. Tenía los ojos como nublados, pero no estaban vacíos. Había algo ahí. Algo que a Martín le picaba por dentro.
No sabía su nombre. Nadie en la cuadra lo sabía. Solo la llamaban “la señora de la esquina”.
Pasaron así seis meses. Lluvia o sol, él siempre traía su torta y su jugo. Y mientras la vida seguía, el gesto se volvió rutina. Costumbre. Cariño.
Pero un día de octubre, justo cuando empezaban los vientos fríos, la viejita ya no estaba.
Martín sintió algo raro en el pecho. Le preguntó a los vecinos, a los barrenderos, hasta al del Oxxo.
—¿No ha visto a la señora que siempre dormía aquí?
Nada. Nadie la había visto. Como si se la hubiera tragado la tierra.
Esa noche no pudo dormir. Recordó las arrugas de su cara. Las uñas largas y sucias. La forma en que sostenía la torta como si fuera lo único en el mundo que tenía sentido. Y algo le apretó el corazón.
Al día siguiente, fue a hospitales y albergues. Buscó en redes. Nada.
Hasta que, por casualidad, una enfermera en un hospital público del centro lo escuchó describirla.
—¿Dijo que tenía un lunar en la ceja izquierda? ¿Y que caminaba encorvada, como si arrastrara el alma?
—Sí, ¿la ha visto?
—Llegó hace dos noches. Hipotermia. Casi no hablaba… solo decía un nombre una y otra vez. “Martín”.
Él se quedó helado.
—¿Martín qué?
—Nada más eso. Solo “Martín”… y que lo había estado esperando toda la vida.
Martín sintió que el mundo se le doblaba.
Pero aún faltaba lo peor.
Cuando entró al cuarto donde ella descansaba, tapada con una cobija gris, ella lo miró… y por primera vez en meses, sonrió con los ojos llenos de lágrimas.
—Mi niño… por fin.
Martín no entendía nada. La garganta hecha nudo.
—¿Me conoce?
—Sí, mijo… soy tu madre. A mí me dieron por muerta… pero yo nunca dejé de buscarte.
Martín se quedó de piedra.
Frente a él estaba la mujer que durante meses había alimentado sin saber quién era. Una viejita a la que nadie miraba. Una sombra más entre tantas en la ciudad.
Y ahora… ella le decía que era su madre.
—Pero… ¿cómo? ¿Por qué? —fue lo único que logró decir, con la voz quebrada.
Ella trató de incorporarse, pero el cuerpo no le respondía. Tenía los ojos llorosos, pero también llenos de alivio.
—Yo tenía 17 cuando me quedé embarazada de ti… Tu abuela no quiso saber nada. Dijo que era una vergüenza. Que yo era una mocosa que arruinó su vida.
Martín apretó los puños. Nunca conoció a sus padres. Lo adoptaron cuando tenía apenas un año. Siempre le dijeron que su madre había muerto en el parto.
—Me obligaron a firmar unos papeles en el hospital. Me dijeron que era lo mejor. Que tú estarías mejor sin mí.
—Pero… ¿por qué no me buscó?
Ella bajó la mirada.
—Lo hice, mijo. Durante años. Pero no me dejaron saber ni a dónde te llevaron. Yo me fui quedando sin nada. Sin trabajo, sin casa. Terminé en la calle… pero nunca me fui del todo. Me quedé cerca del barrio donde supe que te habían llevado.
Silencio.
Martín sentía un nudo en el pecho, como si una vida entera mal entendida se le estuviera cayendo encima.
Y entonces recordó algo.
De niño, siempre soñaba con una mujer que le cantaba en la oscuridad. Una tonadita rara, como de cuna, pero que nunca pudo encontrar en ningún lado.
Y la escuchó otra vez, ahí mismo.
Ella comenzó a cantarla, despacito, casi como un susurro:
“Duérmete, mi sol, que el mundo es frío…
pero en mis brazos, hay calor y abrigo…”
Martín se derrumbó. Esa canción estaba enterrada en lo más profundo de su memoria. No era un sueño. Era un recuerdo.
—Yo te la cantaba cuando eras bebé… aunque fuera poquito tiempo… —dijo ella, con voz temblorosa.
Martín se acercó, le tomó la mano, y por primera vez, sintió que encajaba en algo. Que ese vacío que lo acompañaba desde siempre, por fin tenía forma, tenía nombre. Tenía rostro.
Pasaron semanas.
Martín llevó a su madre —Doña Teresa— a vivir con él. No fue fácil. No porque él no quisiera, sino porque ella se sentía como una carga, como alguien que estorbaba en un mundo que ya no era suyo.
Pero él insistió. Día tras día.
Le preparaba su cafecito con pan por las mañanas. Le ponía música viejita. La sentaba en la banqueta —pero ahora, bajo una sombrilla, con su silla de ruedas y una cobija tejida— para que viera pasar la vida desde un lugar más amable.
Y cada vez que le daba de comer, ella lo miraba con lágrimas suaves, y decía:
—¿Te acuerdas de cuando me dabas tortas sin saber quién era yo?
Y él sonreía:
—Sí… pero ahora saben mejor.
Martín no necesitaba respuestas. No quería culpas. Solo quería tiempo. Tiempo para conocerla, para curar esas heridas que nadie ve, pero que cargan como costales de piedra.
Y ella, cada que lo miraba, sentía que la vida, tan dura y tan cruel, todavía sabía dar segundas oportunidades.
A veces creemos que ayudamos a otros por compasión…
Pero la vida siempre tiene formas misteriosas de regresarnos al lugar donde pertenecemos.
Y a veces, ese lugar… está justo al lado de una banqueta olvidada.