Viuda de 96 años deja su hogar para mendigar, pero lo que encontró dentro la impacta.

Viuda de 96 años deja su hogar para mendigar, pero lo que encontró dentro la impacta.

Amanda Hayes siempre ha sido el pilar de su familia. A sus noventa y seis años, conserva la calma y la dignidad de una mujer que ha superado tormentas difíciles de superar. Han pasado tres años desde que falleció su esposo, Charles, tras setenta años de matrimonio. Aunque sus hijos la han instado repetidamente a mudarse con ellos, Amanda se ha negado rotundamente.

“Esta es mi casa”, dice a menudo, en voz baja pero firme, con los ojos brillantes como para demostrar que no se rinde.

La casa de Elm Street es más que piedra y madera. Aquí ella y Charles criaron a sus tres hijos, aquí celebraron cumpleaños, se pelearon y se reconciliaron, y aquí perdura el aroma de su famoso pastel de manzana mucho después de hornearse.

Pero el tiempo no es rival para el hombre. El cuerpo de Amanda fue cediendo gradualmente: pequeñas debilidades que con el tiempo se convirtieron en serios problemas. Primero, sus piernas, que ya no podían subir escaleras. Después, sus recuerdos, un olvido que aterrorizaba a sus hijos. A los noventa y seis años, todos tenían claro lo que no quería aceptar: ya no podía vivir sola.

Cuando se desplomó una mañana en la cocina, incapaz de levantarse, se dio cuenta de la verdad: tendría que mudarse a un centro de cuidados.

Antes de irse, reunió a la familia en la sala. Todos pensaron que les daría una última palabra de agradecimiento. Pero ella declaró con firmeza:
“La casa es para Miles”.

Los niños se quedaron atónitos. “¿Quién es Miles?”, preguntó Carol, confundida.
“Miles Turner. Ya lo ven, el hombre sin hogar que siempre estaba frente a la tienda. Fue él quien me ayudó sin pedir nada a cambio”.

A su hijo Richard casi se le cae el vaso. “¡Mamá, no puedes! ¿Le estás dando la casa a un mendigo?”.

Amanda los miró fijamente, la misma mirada que una vez detuvo sus travesuras cuando eran niños. «No es un extraño. Es mi amigo. Cuando todos los demás miraban hacia otro lado, él fue quien se inclinó y ayudó. Y nunca, no pidió. Así que se lo doy, porque la bondad vale la pena recordarla».

Los niños estaban furiosos, pero la decisión de Amanda fue definitiva. Para ella, las posesiones no valían nada; lo que importaba era reconocer la bondad de los demás.
Miles Turner tenía cincuenta y seis años, había sido carpintero, tenía esposa e hijo, pero todo se arruinó tras una lesión en el trabajo. Estaban ahogados en deudas, su esposa lo dejó y su hijo se mudó. Poco a poco, fue empujado a la calle. Allí se convirtió en una sombra, ignorado por la gente. Pero un día, cuando las manzanas estaban esparcidas por la acera porque la bolsa de Amanda estaba rota, él fue el único que vino a recogerlas. Ese fue el comienzo de su amistad. Cuando Amanda finalmente se mudó al centro de cuidados, Miles la visitó. Le tomó la mano y le susurró:
“La casa es tuya, Miles. Todo lo que hay en ella”.
“No tienes que hacer esto”, respondió Miles con voz temblorosa.
Pero Amanda simplemente sonrió. “Quiero. Porque me viste cuando nadie más lo hizo”.
Y esa fue la última vez que vio a Amanda. Unos días después, ella falleció.
En su primera noche en casa, Miles no pudo dormir. Estaba acostumbrado a la acera y al sótano, así que el silencio de la casa le parecía pesado. Todo le recordaba a Amanda: las cortinas que él mismo había cosido, las toallas con aroma a lavanda y su vieja mecedora. Para Miles, cada rincón era sagrado.

Pero un día, mientras buscaba té en la alacena, encontró el secreto…