“Veíamos la tele por la ventana del vecino… hasta que un día la apagaron”

Me llamo Reynaldo, el mayor de cuatro hermanos.
Crecimos en una casita de lámina y madera a la orilla de los campos de maíz, allá en Puebla.
Era el 2009, cuando todavía se usaban televisores con antenas viejas y papel aluminio para que se viera la señal.
Pero en nuestra casa, no había ni uno.

Cada noche, después de cenar frijoles con tortilla, nos poníamos a bromear sobre quién era el más alto o el que roncaba más fuerte.
Hasta que escuchábamos el sonido del televisor de nuestros vecinos, los de Don Enrique.
Entonces corríamos hacia afuera, descalzos, y mirábamos por la rendija de su ventana.

Nos quedábamos ahí por horas, mirando el reflejo azul del televisor que iluminaba la oscuridad.
No nos importaba el frío ni los moscos.
Solo queríamos ver un poco de ese mundo que no podíamos tener.

Pero hubo noches en las que, apenas asomábamos la cabeza, se escuchaba el clic del apagador.
De pronto, todo quedaba oscuro.
Otras veces, cerraban la ventana.
No decíamos nada… pero dolía.

Recuerdo a mi hermanito mirando el piso, con los ojos tristes.
“¿Por qué la apagaron, Rey?”, me preguntó.

No supe qué contestarle.
Pero esa noche, me hice una promesa:
algún día tendríamos nuestro propio televisor.
Y no volveríamos a mirar el mundo a través de una ventana ajena.

Cuando entré a la secundaria, empecé a vender bolillos por las mañanas antes de ir a clases.
Caminaba casa por casa, gritando bajito:
“¡Bolillos calientitos!”

Por las tardes, cuidaba las vacas de Don Enrique, el mismo vecino que antes nos cerraba la ventana.
No le guardé rencor.
Quizá, pensé, así era como Dios me estaba enseñando paciencia.

Pasaron los años.
Trabajé, estudié, me cansé muchas veces… pero nunca olvidé la cara de mis hermanos aquella noche, viendo la oscuridad después del clic.

Cuando conseguí mi primer empleo estable en una fábrica en la Ciudad de México, lo primero que hice con mi sueldo fue comprar una televisión.
No un lujo. Un sueño.

Nunca olvidaré el día que regresé al pueblo con la caja en mis brazos.
Mis hermanos me esperaban afuera, alineados como soldados.

“¿Qué traes ahí, Rey?”, preguntó el menor.
Sonreí.
“Traigo lo que tanto soñamos.”

La conecté. La pantalla se iluminó.
Ellos gritaron de emoción.
Yo solo me quedé callado, mirando cómo reían.
Lloré, no por el televisor, sino por la promesa cumplida.

No necesitas riquezas para sentirte exitoso.
A veces, el verdadero triunfo es cumplir una promesa sencilla,
sobre todo cuando esa promesa nació de una noche oscura y un corazón lleno de esperanza.