Una mujer me dió mil dólares de propina, “Usted trató con amor a mi abuela”.
Todavía recuerdo el día que doña Mercedes entró por primera vez a mi taller. Era una mañana de martes, de esas tranquilas donde el sol se cuela entre las telas colgadas y convierte el lugar en un caleidoscopio de colores.
—Buenos días, joven —me dijo con una voz suave pero firme—. Traigo unos pantalones que necesitan arreglo.
—Claro, señora. Pase, pase —respondí, limpiándome las manos en el delantal.
Sacó de una bolsa de tela unos pantalones de hombre, bien cuidados pero evidentemente viejos. Tenían ese desgaste que solo da el amor y el tiempo.
—Son de mi esposo —explicó, acariciando la tela—. Necesitan que les suba el ruedo. Él era muy alto, ¿sabe?
—¿Era? —pregunté sin pensar, y de inmediato me arrepentí de mi indiscreción.
Ella sonrió con melancolía.
—Falleció hace tres años. Pero… —hizo una pausa, mirando los pantalones— todavía tengo mucha de su ropa. Y me gusta mantenerla arreglada.
No supe qué decir. Solo asentí y tomé los pantalones con cuidado, como si fueran algo sagrado.
—Los tendré listos para el viernes, doña…
—Mercedes. Llámeme Mercedes.
Y así comenzó todo. Cada dos o tres semanas, doña Mercedes llegaba con algo nuevo: una camisa que necesitaba un botón, un saco al que había que estrechar las mangas, un chaleco para remendar.
—Mi Roberto era muy elegante —me contaba mientras yo tomaba medidas—. Le encantaban las camisas de manga larga, incluso en verano. Decía que un caballero siempre debe verse presentable.
Yo escuchaba. Siempre escuchaba. Le hacía preguntas sobre las prendas, sobre los colores que él prefería, sobre las ocasiones en que las usaba. Y ella hablaba, con los ojos brillantes, como si él todavía estuviera allí.
—Este saco —me dijo un día, sosteniéndolo contra su pecho— se lo puse el día de nuestra boda de oro. Bailamos toda la noche. ¿Puede creerlo? Dos viejos bailando hasta las tres de la mañana.
—Debió ser hermoso —dije, sonriendo mientras enhebraba la aguja.
—Lo fue. Todo con él fue hermoso.
Con el tiempo, empecé a darle prioridad a sus encargos. Dejaba lo que estuviera haciendo cuando ella llegaba. No porque pagara más —de hecho, muchas veces le cobraba menos de lo debido— sino porque sentía que era importante. Que esas prendas merecían respeto.
—Mire qué bien quedó —le mostraba cada trabajo terminado—. Parece nueva.
—Gracias, hijo —me decía siempre, tocándome el brazo con sus manos pequeñas y arrugadas—. Usted tiene manos de ángel.
Pasaron meses. Quizás un año. Doña Mercedes seguía viniendo, cada vez con menos frecuencia pero siempre con la misma luz en los ojos cuando hablaba de Roberto.
Un martes por la tarde, en lugar de doña Mercedes, entró una mujer más joven, elegante, con los ojos enrojecidos.
—Buenas tardes —dijo—. Usted es el sastre de mi madre, ¿verdad? ¿Mercedes Tovar?
El corazón se me encogió.
—Sí, señora. ¿Doña Mercedes está bien?
La mujer negó con la cabeza y se cubrió la boca con la mano.
—Falleció el domingo…
—Falleció el domingo. Fue tranquilo, en su cama. Tenía el saco de mi padre sobre la silla, el que usted le arregló la semana pasada.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—Lo siento mucho.
—No, no —dijo ella, buscando algo en su cartera—. Vine porque… bueno, cuando estábamos arreglando sus cosas, encontré esto.
Sacó una nota escrita con letra temblorosa: “Para el sastre que cuida la ropa de Roberto con tanto amor como yo. Gracias por ayudarme a mantenerlo cerca”.
No pude contener las lágrimas.
—Ella me habló de usted —continuó la mujer—. Me dijo que la escuchaba, que trataba cada prenda como si fuera un tesoro. ¿Sabe? Mi madre no superó nunca la muerte de mi padre. Estaba… perdida. Pero cuando empezó a traerle la ropa a usted, algo cambió. Volvió a sonreír. Me decía: “Voy donde el sastre, él entiende”.
La mujer sacó un sobre del bolso.
—Esto es para usted. Mi madre lo dejó apartado.
—No, señora, no puedo…
—Por favor —insistió, colocando el sobre en mi mano—. Ella quería que lo tuviera. Dijo que era poco para todo lo que usted le dio.
Abrí el sobre con manos temblorosas. Dentro había mil dólares y otra nota: “Usted trató con amor a mi abuela”.
Levanté la vista, confundido.
—Mi hija —explicó la mujer con una sonrisa entre lágrimas—. Mi madre la cuidaba por las tardes. Un día, la niña le preguntó por qué guardaba tanta ropa de un señor que no conocía. Mi madre le dijo: “Es de tu abuelo. Y hay un sastre que la cuida como si cuidara a las personas”. Mi hija tiene cinco años y dice que cuando sea grande, quiere ser como usted. Alguien que cuida con amor.
Me quedé sin palabras, con el sobre en una mano y el corazón hecho pedazos en la otra.
—No sé qué decir.
—No diga nada —respondió la mujer—. Solo… gracias. Gracias por ver a mi madre. Por no tratarla como una viuda loca que no podía soltar el pasado. Por hacerla sentir que mantener vivo ese amor estaba bien.
Nos abrazamos ahí, en medio del taller, entre carretes de hilo y retazos de tela. Dos extraños unidos por el amor de una mujer hacia un hombre que nunca conocí, pero cuya ropa cosí con mis propias manos.
Todavía conservo la nota de doña Mercedes en mi mesa de trabajo. Y cada vez que alguien trae una prenda que perteneció a alguien especial, la trato con el mismo cuidado. Porque aprendí que a veces, un sastre no solo arregla ropa.
A veces, remendamos corazones.