Una mujer en silla de ruedas y su fiel perro se sentaban cada mañana en la orilla, contemplando el mar; pero un día el perro empezó a ladrar furiosamente, y la mujer vio algo aterrador en la arena.
Una mujer en silla de ruedas y su fiel perro se sentaban cada mañana en la orilla, contemplando el mar; pero un día el perro comenzó a ladrar furiosamente, y la mujer vio algo aterrador en la arena.
Después del accidente, mi vida se dividió en un “antes” y un “después”. Mi esposo y yo siempre habíamos amado el mar: era nuestra fuerza, nuestro lugar secreto de refugio. Pero un día, la embarcación en la que salimos al océano se volcó durante una tormenta. A mí lograron salvarme, pero sufrí graves daños en la espalda. Desde ese día, ya no pude volver a caminar, y el cuerpo de mi esposo nunca apareció.

Lo más doloroso fue tener que enterrar un ataúd vacío. No se encontró su cuerpo ni siquiera un pedazo de ropa. Me quedé sola: sin esposo, sin apoyo, con un vacío enorme dentro.
Lo único que me quedó después de su pérdida fue nuestro perro. Era como si entendiera todo. Cada día íbamos juntos a la orilla. Yo me sentaba en la silla de ruedas, abrazaba al perro y miraba al horizonte. En esos momentos sentía todavía la presencia de mi esposo.
Pasaron meses. El mar se convirtió en el lugar de mi dolor y de mi esperanza. El perro siempre estaba a mi lado: silencioso, leal, como guardián de mi alma. Pero un día, todo cambió.
Aquel día, mi perro comenzó de repente a correr a lo largo de la orilla, ladrando con fuerza, como si hubiera percibido algo. Corría hacia el agua, regresaba junto a mí, volvía a correr. No entendía por qué se comportaba así hasta que vi algo extraño en la orilla…

Lo observé con ansiedad hasta que finalmente distinguí una silueta extraña en la arena. Mi corazón se hundió.
Grité.
Allí, en la misma línea del agua, yacía un cuerpo. Su rostro estaba cambiado por el tiempo y la fuerza del mar, pero lo reconocí al instante: era mi esposo.
Tantos meses de espera, lágrimas vacías, conversaciones con el mar… y finalmente estaba aquí. No vivo, pero encontrado. Lloré y reí al mismo tiempo. Le acaricié las manos frías, como esperando poder calentarlas.

Y por primera vez en muchos meses sentí no solo dolor, sino también alivio. Ahora había vuelto a casa. Ahora podía despedirme de él de verdad.
Y el perro permanecía a mi lado, sin moverse, como si supiera que ese día finalmente habíamos encontrado lo que tanto habíamos esperado.