Una madre soltera que fue juzgada por criar sola… y su hijo se convierte en juez que defiende a mujeres como ella.
Nunca olvidaré el día en que mi vecina, la señora Marta, me cerró la puerta en la cara.

—Lo siento, pero no quiero que tu hijo juegue con el mío —me dijo, con esa expresión que ya conocía tan bien—. No es nada personal, pero… ya sabes. Una madre soltera, sin figura paterna. No quiero que aprenda malos ejemplos.
Tomé a mi hijo de la mano. Tenía apenas cinco años y me miraba sin entender por qué su amiguito no podía salir a jugar. Caminamos de regreso a nuestro departamento en silencio. Cuando cerré la puerta, me dejé caer contra ella y las lágrimas vinieron solas.
—¿Mami? ¿Por qué lloras? —preguntó Sebastián, tocando mi mejilla con su manita.
—No es nada, mi amor. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio. Era rabia, impotencia, vergüenza. Era el peso de todas las miradas en el supermercado, de los comentarios susurrados en las reuniones escolares, de las invitaciones que nunca llegaban porque una madre sola “desestabilizaba” el ambiente de las familias “normales”.
***
Los años pasaron como pasan las tormentas: con estruendo y dolor, pero también dejando algo más fuerte en su lugar. Trabajé en tres empleos simultáneos. Limpiaba oficinas de madrugada, atendía en una cafetería por las tardes, y por las noches vendía pasteles que horneaba en nuestro pequeño horno. Sebastián hacía la tarea bajo la luz amarillenta de esa cafetería, entre el olor a café y el ruido de las tazas.
—Mami, cuando sea grande voy a comprarte una casa —me decía, concentrado en sus problemas de matemáticas.
—Mi amor, solo quiero que seas feliz. Eso es lo único que importa.
Pero él tenía otros planes.
***
El día de su graduación de la universidad lloré tanto que la señora que estaba a mi lado me ofreció un pañuelo completo.
—Debe estar muy orgullosa —me dijo.
—No tiene idea —respondí, viendo a mi hijo recibir su título con honores. Derecho. Contra todo pronóstico, contra todos los que dijeron que un niño sin padre estaba destinado al fracaso, ahí estaba él.
Pero Sebastián no se detuvo ahí. Hizo una maestría, trabajó en casos pro bono defendiendo a personas sin recursos, y finalmente, a sus treinta y cinco años, fue nombrado juez.
***
La primera vez que lo vi con su toga negra, casi no pude respirar.
—¿Qué te parece, má? —preguntó, girando frente al espejo de su oficina.
—Pareces… —se me quebró la voz— pareces todo lo que soñé y más.
Él se acercó y me abrazó como cuando era niño.
—Todo esto es por ti. Porque me enseñaste que el amor de una sola persona puede ser más fuerte que el juicio de miles.
***
No fue sino hasta meses después que entendí completamente el propósito de mi hijo. Había ido a su juzgado a llevarle el almuerzo que siempre olvidaba cuando estaba concentrado en un caso. Su secretaria me dejó pasar y me senté discretamente al fondo de la sala.
Una mujer joven estaba frente al estrado. Temblaba, con un bebé en brazos y un niño pequeño aferrado a su falda. El padre de los niños pedía la custodia completa alegando que ella era “incapaz” de criarlos sola, que necesitaban una “familia estable”, que una madre soltera no podía darles lo que necesitaban.
Vi cómo Sebastián se inclinó hacia adelante, y su voz resonó en la sala con una autoridad que me erizó la piel.
—Señor González, ¿está usted sugiriendo que una madre soltera es inherentemente incompetente?
—Bueno, yo… no es eso exactamente, su señoría, pero los estudios muestran…
—Los estudios —lo interrumpió Sebastián— muestran que lo que los niños necesitan es amor, consistencia y dedicación. Algo que puede provenir de dos padres, de uno, o de una comunidad. He revisado exhaustivamente este caso. La señora Ramírez ha mantenido un hogar estable, ha trabajado incansablemente para proveer a sus hijos, y toda la evidencia muestra que es una madre presente y amorosa.
Se volvió hacia la mujer, y su expresión se suavizó.
—Señora Ramírez, ¿puede acercarse?
Ella se levantó, temblorosa, con el bebé todavía en brazos.
—Quiero que sepa algo —continuó Sebastián—. Ser madre soltera no es un defecto. Es, en muchos casos, un acto de valentía extraordinaria. Yo fui criado por una madre soltera. Una mujer que trabajó hasta el agotamiento, que soportó el juicio de una sociedad que la miraba con desprecio, que sacrificó todo por mí. Y esa mujer me enseñó más sobre dignidad, trabajo duro y amor incondicional que cualquier “familia tradicional” podría haberlo hecho.
Las lágrimas corrían por las mejillas de la mujer. Y también por las mías.
—La custodia compartida continúa tal como está establecida —dictaminó Sebastián—. Y señor González, le recomendaría encarecidamente que reconsidere sus prejuicios antes de volver a mi sala con argumentos tan débiles. Caso cerrado.
***
Esa noche, Sebastián vino a cenar a casa. Preparé su plato favorito: el mismo guiso barato que cocinaba cuando apenas teníamos para comer, pero que ahora hacía por nostalgia.
—Vi tu caso hoy —le dije mientras servía.
Él levantó la vista, sorprendido.
—¿Estabas ahí?
—Al fondo. Nadie me vio. Pero yo te vi a ti. Y Sebastián… —tomé su mano— estoy tan orgullosa. No solo porque seas juez, sino porque uses tu posición para defender a quienes nadie defiende.
—Cada vez que veo a una madre soltera en mi juzgado siendo juzgada por criar sola, te veo a ti, má. Veo tu cansancio, tu miedo, tu fuerza. Y pienso en todas las veces que te vi llorar en silencio porque creías que yo no me daba cuenta. Pienso en la señora Marta y en todos los que nos cerraron las puertas.
Apretó mi mano.
—Prometí que cuando tuviera la oportunidad de cambiar las cosas, lo haría. Cada sentencia justa es mi forma de decirte que no fue en vano. Que todo tu sacrificio construyó algo más grande que nosotros dos.
***
Han pasado cinco años desde entonces. Sebastián se ha convertido en una figura conocida en el sistema judicial, apodado por algunos abogados como “el juez de las madres olvidadas”. Recibe críticas de los sectores conservadores, pero también recibe cartas. Cientos de cartas de mujeres que finalmente sintieron que alguien las veía, las escuchaba, las valoraba.
Guardo una de esas cartas en mi mesa de noche. Dice:
*”Gracias, su señoría, por ver en mí algo más que una madre soltera. Por ver una guerrera.”*
Y cuando la leo, pienso en aquella tarde en que la señora Marta me cerró la puerta. Pienso en todas las puertas que se cerraron. Y luego pienso en mi hijo, en su toga negra, abriendo puertas para miles de mujeres que, como yo, solo necesitaban que alguien creyera en ellas.
Resulta que criar sola a un hijo no fue mi fracaso.
Fue mi obra maestra.