UN MILLONARIO LE DIO UN CABALLO INÚTIL A UN VAGABUNDO COMO BROMA, PERO ARREPINTIÉNDOSE AMARGAMENTE….

El sol ardía como un disco de fuego sobre el horizonte polvoriento de San Ignacio, un pueblo olvidado en algún rincón del desierto mexicano. El aire temblaba con el calor y las calles de tierra seca crujían bajo las botas gastadas de los pocos que se aventuraban a caminar bajo aquel infierno.
En el centro del pueblo, frente a la cantina La Serpiente, estaba don Mauricio Salazar, el hombre más rico de la región, un ranchero de rostro curtido y ojos fríos como el acero. Su sombrero de ala ancha proyectaba una sombra que parecía tragarse todo a su alrededor. A su lado, un caballo flaco de crines desgreñadas y mirada apagada resoplaba débilmente atado a un poste.
Don Mauricio, con una sonrisa torcida, observaba a un vagabundo que dormitaba bajo un mezquite seco al otro lado de la calle. El hombre, conocido solo como el flaco, era una figura patética, ropa raída, barba desaliñada y un sombrero de paja que apenas le cubría del sol. Nadie sabía de dónde venía, pero todos en San Ignacio lo conocían por su costumbre de vagar sin rumbo, pidiendo un trago o un mendrugo de pan.
Mauricio, aburrido y con un humor cruel, decidió que aquel día el flaco sería su entretenimiento. “Oye, flaco!”, gritó Mauricio, su voz resonando en la calle vacía. El vagabundo levantó la cabeza parpadeando con ojos cansados. “Ven aquí, hombre, tengo algo para ti.” El flaco se puso de pie con esfuerzo, tambaleándose un poco mientras cruzaba la calle.
Los pocos parroquianos que estaban en la cantina asomaron la cabeza, curiosos. Mauricio señaló el caballo con un gesto grandilocuente. Este animal es tuyo ahora dijo con una risita que no ocultaba su desdén. Un regalo de mi parte. Míralo. Un caballo para un hombre como tú. Ahora eres un caballero, ¿eh? El flaco miró al caballo, luego a Mauricio confundido.
El animal apenas podía mantenerse en pie, sus costillas marcadas bajo la piel como un esqueleto cubierto de cuero. Los hombres en la cantina soltaron carcajadas y Mauricio se unió a ellos disfrutando su propia broma. El flaco, sin embargo, no dijo nada. Tomó las riendas del caballo con manos temblorosas, murmuró un gracias apenas audible y se alejó arrastrando los pies por la calle.
Esa noche, en su rancho, Mauricio no podía sacarse la imagen del flaco de la cabeza. Había esperado que el vagabundo protestara, que intentara devolverle el caballo o que al menos mostrara algo de vergüenza. Pero no. El flaco había aceptado el regalo con una dignidad extraña, casi inquietante. Mauricio se sirvió un trago de tequila tratando de ahogar la punzada de incomodidad que le apretaba el pecho.
Es solo un mendigo se dijo. Un inútil con un caballo inútil. Pero el sueño no llegó fácil esa noche. Al día siguiente, los rumores corrían como el viento por San Ignacio. El flaco había sido visto en las afueras del pueblo, cuidando del caballo como si fuera un tesoro. Lo había cepillado con un trapo viejo, le había dado de beber de un charco y hasta se decía que había compartido su propia comida con el animal
os días pasaron, y la gente comenzó a notar un cambio extraño. El caballo, que antes parecía un saco de huesos al borde de la muerte, empezó poco a poco a levantar la cabeza. Su pelaje, aunque aún áspero, brillaba ligeramente bajo el sol, y sus ojos, antes apagados, recuperaban una chispa de vida.
El flaco, sin más que su voluntad, se había dedicado a cuidar al animal como si fuera lo más valioso que poseía. Lo alimentaba con restos de maíz que conseguía en la plaza, lo llevaba al río para que bebiera agua limpia, y pasaba horas acariciándole las crines mientras le hablaba en voz baja, como si el caballo pudiera entender cada palabra.
Los pobladores de San Ignacio miraban incrédulos.
—Ese mendigo está loco —decían algunos entre risas.
—Un caballo viejo no sirve ni para cargar leña.
Pero había quienes murmuraban lo contrario:
—Miren cómo se mantiene de pie ahora… ese animal parece tener fuerza en las patas otra vez.
Mientras tanto, Mauricio observaba todo desde la ventana de su hacienda. Algo dentro de él ardía, una mezcla de enojo y desconcierto. Lo que él había considerado una burla barata se estaba convirtiendo en un espectáculo que le incomodaba.
“¿Cómo puede ese miserable darle valor a algo que yo tiré como basura?”, pensaba con rabia contenida.
Pasaron semanas. El flaco y el caballo se hicieron inseparables. Una tarde, cuando el sol caía en tonos rojizos sobre el desierto, un viajero llegó al pueblo montado en un caballo espléndido. Vio al flaco cepillando a su animal y, curioso, se acercó.
—Buen caballo tienes ahí —dijo el viajero, observando la postura renovada del animal.
El flaco sonrió tímidamente y acarició el cuello de la bestia.
—Él y yo solo nos tenemos el uno al otro.
El viajero, que resultó ser un criador de caballos de paso fino, lo examinó con ojos expertos.
—¿Sabes lo que tienes aquí? —preguntó con asombro—. Este no es un caballo cualquiera… es de una línea pura, de los que ya casi no se ven. Está débil, sí, pero con cuidados podría convertirse en un ejemplar de campeonato.
La noticia corrió como pólvora. Lo que Mauricio había entregado como chatarra resultaba ser un tesoro vivo. De pronto, los que antes se reían del flaco comenzaron a acercarse, ofreciéndole comida, ayuda, incluso dinero, con la esperanza de ganarse un lugar cerca de aquel milagro.
El caballo, al que el flaco empezó a llamar Esperanza, floreció bajo sus cuidados. Y no solo eso: gracias a la ayuda del criador, participó en una feria regional meses después… y ganó. El pueblo entero lo vitoreó, y el nombre del flaco se escuchó por primera vez no como burla, sino como respeto.
Esa noche, entre aplausos y música de mariachi, Mauricio bebía en soledad, su orgullo hecho pedazos. Había querido humillar a un hombre, pero sin querer le había dado la oportunidad de levantar su vida.
El flaco, montando a Esperanza, pasó frente a la cantina. Sus ojos se cruzaron con los de Mauricio. No había odio en su mirada, solo una calma firme, una dignidad que pesaba más que cualquier fortuna.
Mauricio bajó la cabeza, tragando un nudo amargo. Por primera vez en su vida, el hombre más rico de San Ignacio sintió lo que era ser verdaderamente pobre