UN MILIONARIO RESCATA A UN NIÑO QUE VIVE EN UNA ESTACIÓN DE TREN

Un niño de 8 años sobrevivía en los túneles del metro de Buenos Aires, durmiendo entre ratas y oscuridad, hasta que un día desesperado, se aferró al abrigo de un desconocido que cambiaría su destino para siempre. Mateo se despertó sobresaltado cuando sintió el agua fría goteando sobre su frente. Las filtraciones en los túneles del SUPte de Buenos Aires empeoraban con cada tormenta.
A sus 8 años ya era un experto en identificar los mejores rincones para resguardarse, aquellos donde la humedad no calaba tanto y donde los guardias de seguridad rara vez patrullaban. Se frotó los ojos y buscó a tientas su mochila desgastada, el único tesoro que conservaba de su vida anterior.
Dentro guardaba una muda de ropa, un cepillo de dientes sin pasta y una fotografía arrugada de una mujer sonriente que apenas recordaba. Su madre se había ido hace 3 años, prometiendo volver. Nunca lo hizo. El rugido de su estómago le recordó que llevaba casi un día sin comer. Se levantó, sacudió su pantalón manchado y se puso la camiseta que usaba desde hace semanas. El olor a humedad se había impregnado tanto en su piel que ya ni lo notaba.
“Hoy será un buen día”, se dijo a sí mismo como cada mañana. Era su ritual personal, una forma de darse ánimos antes de subir a la superficie para mendigar algunas monedas o con suerte conseguir sobras de comida de algún puesto callejero. La estación retiro comenzaba a llenarse de gente, ejecutivos con trajes impecables, estudiantes cargando mochilas, trabajadores con sus uniformes, todos con prisa, todos con un destino.
Mateo se mezclaba entre ellos como una sombra invisible para la mayoría. Había aprendido que la invisibilidad era su mejor protección. Se posicionó cerca de la salida, donde el flujo de personas era constante. Extendió su mano pequeña y sucia con la mirada baja. Algunos pasajeros le arrojaban monedas de 50 centavos o un peso, casi sin mirarlo.
Otros aceleraban el paso fingiendo no verlo. Ya estaba acostumbrado a ambas reacciones. A media mañana había reunido 230 pes. Suficiente para un choripán y quizás una botella de agua. se dirigió hacia el puesto de don Ramiro, un vendedor ambulante que, a diferencia de otros, no lo echaba cuando se acercaba. “Lo mismo de siempre, pibe”, preguntó don Ramiro al verlo.
Mateo asintió, entregándole las monedas que había contado meticulosamente. “Toma Choy viene con un poco más de chimichurri”, dijo el hombre guiñándole un ojo mientras le entregaba el sándwich envuelto en papel. El niño agradeció con una sonrisa tímida y se alejó para disfrutar de su comida en un rincón tranquilo.
Mientras masticaba lentamente, observaba a la gente pasar. Se preguntaba cómo serían sus vidas, sus casas, sus familias. ¿Tendrían camas blandas? ¿Cenarían todas las noches? ¿Alguien los esperaría al volver? La tarde transcurrió con la rutina habitual. Mendigar, esconderse de los policías, buscar monedas caídas.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, Mateo sabía que era momento de regresar a los túneles. La noche en las calles porteñas era demasiado peligrosa para un niño. Solo bajó por las escaleras mecánicas de la estación, mezclándose con los últimos viajeros del día. Conocía cada pasillo, cada recoveco del laberinto subterráneo. Había zonas prohibidas, territorios de otros habitantes de las sombras, adultos a los que evitaba a toda costa.
Su refugio estaba en un pasadizo abandonado detrás de una puerta de mantenimiento con la cerradura rota. Allí había construido una especie de nido con cartones, periódicos viejos y una manta raída que encontró en la basura. No era mucho, pero era su hogar. Esa noche la temperatura descendió bruscamente. El invierno porteño mostraba su cara más cruel.
Mateo se acurrucó bajo su manta temblando. El frío se colaba por cada grieta. y su aliento formaba pequeñas nubes de vapor. Cerró los ojos e intentó imaginar un lugar cálido, una casa con calefacción, una cama verdadera. Los sueños eran su único escape. A la mañana siguiente, despertó con fiebre. Su cuerpo ardía, pero paradójicamente sentía un frío que le calaba los huesos.
Sabía que debía salir a buscar comida, pero apenas tenía fuerzas para levantarse. Con un esfuerzo sobrehumano, logró ponerse de pie y tambaleándose se dirigió hacia la estación. El mundo parecía girar a su alrededor. Las luces fluorescentes del súpte le lastimaban los ojos y las voces de la gente sonaban distorsionadas. Se apoyó contra una columna intentando mantenerse en pie.
Necesitaba ayuda, pero ¿quién se detendría por un niño de la calle? Fue entonces cuando lo vio, un hombre alto de unos 40 años, con un abrigo negro elegante y un maletín de cuero. A diferencia de los demás, no caminaba apresurado. Observaba a su alrededor con curiosidad, como si fuera la primera vez que pisaba aquella estación.
Había algo en él que transmitía seguridad, quizás bondad. En un acto de desesperación, Mateo reunió sus últimas fuerzas. y se acercó tan valeante. “Tío, por favor, llévame contigo”, murmuró aferrándose al abrigo del desconocido antes de que todo se volviera negro. Cuando Mateo abrió los ojos nuevamente, lo primero que notó fue el techo blanco. No era el concreto gris y húmedo de los túneles.
Estaba recostado en una cama suave, cubierto con sábanas limpias que olían a la banda. Por un momento creyó estar soñando. “Al fin despiertas”, dijo una voz grave a su lado. El hombre del abrigo negro estaba sentado en una silla junto a la cama. De cerca, Mateo pudo apreciar mejor sus facciones.
Ojos oscuros y penetrantes, cabello negro con algunas canas en las cienes, mandíbula fuerte. Su expresión era seria, pero no amenazante. “¿Dónde estoy?”, preguntó Mateo con la voz ronca. En el hospital italiano. Te desmayaste en la estación. Tenías 40 de fiebre y principio de neumonía, explicó el hombre. Soy Gabriel Montero. ¿Cómo te llamas? Mateo, respondió el niño desconfiado aún.
Mateo, ¿qué más? ¿Dónde están tus padres? El niño guardó silencio, temiendo que si decía la verdad lo enviarían a un orfanato. Había escuchado historias terribles sobre esos lugares. Gabriel pareció entender su miedo. No insistió con las preguntas. En cambio, llamó a una enfermera que revisó los signos vitales de Mateo y le dio un vaso de agua.
“Necesitarás quedarte unos días aquí”, dijo Gabriel cuando la enfermera se retiró. “No te preocupes por nada. Yo me haré cargo de los gastos”. Mateo lo miró confundido. ¿Por qué un desconocido querría ayudarlo? Nadie hacía nada gratis en las calles. Siempre había un precio. ¿Por qué me ayuda? Preguntó con recelo. Gabriel sonrió levemente la primera sonrisa que Mateo le veía.
Digamos que también yo estuve perdido una vez, respondió enigmáticamente. Descansa ahora. Volveré mañana. Los días en el hospital pasaron como un sueño para Mateo. Comidas calientes tres veces al día, una cama limpia, médicos y enfermeras que lo trataban con amabilidad. Y cada tarde, puntualmente a las 5, Gabriel aparecía con algún pequeño regalo, un libro de aventuras, un rompecabezas, una barra de chocolate. Poco a poco Mateo comenzó a confiar en él.
le contó sobre su madre, que lo abandonó, sobre cómo había aprendido a sobrevivir en los túneles, sobre sus sueños de ir a la escuela algún día. Gabriel escuchaba atentamente, sin juzgar, haciendo preguntas ocasionales, pero sin presionarlo. Una semana después, los médicos dieron el alta a Mateo. Fue entonces cuando Gabriel le hizo una propuesta que cambiaría su vida para siempre.
Tengo una casa grande y vacía en Palermo”, dijo. “Demasiado espacio para un hombre solo. ¿Te gustaría venir a vivir conmigo? Podrías tener tu propia habitación, ir a la escuela, tener una vida normal.” Mateo lo miró con desconfianza. Las cosas buenas no le sucedían a niños como él. “¿Por qué haría eso? Ni siquiera me conoce.” Gabriel se sentó en la cama del hospital, mirándolo directamente a los ojos.
Porque todos merecemos una segunda oportunidad, Mateo. Yo tuve la mía hace muchos años. Ahora quiero darte la tuya. Esa tarde Mateo salió del hospital no para volver a los túneles oscuros, sino hacia una vida que jamás había imaginado posible. El automóvil de Gabriel, un Mercedes-Benz negro, avanzaba por las calles porteñas mientras Mateo observaba asombrado a través de la ventanilla.
Nunca había estado en un vehículo tan lujoso. El cuero de los asientos olía a nuevo y los botones del tablero parecían sacados de una nave espacial. ¿Te gusta la música?, preguntó Gabriel rompiendo el silencio. Mateo asintió tímidamente. En los túneles a veces escuchaba las melodías que se filtraban desde los auriculares de los pasajeros o las que sonaban en los locales cercanos a las salidas del subte.
Gabriel presionó un botón y las notas suaves de un tango llenaron el espacio. Sor de Astor Piazzola. El hombre tarareaba la melodía mientras conducía, como si por un momento hubiera olvidado que no estaba solo. “Mi padre amaba este tango.” Comentó más para sí mismo que para Mateo. Decía que capturaba el alma de Buenos Aires. Después de unos 20 minutos, el auto se detuvo frente a una imponente casa de tres pisos en el barrio de Palermo.
No era una mansión ostentosa, sino una residencia elegante, con detalles arquitectónicos de principios del siglo XX. Balcones de hierro forjado, ventanales altos y una puerta principal de madera tallada. “Llegamos”, anunció Gabriel apagando el motor. “Bienvenido a casa, Mateo.” El niño descendió del vehículo con cautela, como si temiera que todo fuera un sueño del que despertaría en cualquier momento.
De vuelta en los túneles fríos y húmedos, una mujer de unos 50 años, con cabello canoso recogido en un moño y delantal los recibió en la entrada. Don Gabriel, ya preparé la habitación como me indicó, dijo la mujer observando con curiosidad al pequeño visitante. Gracias, Mercedes. Él es Mateo. Se quedará con nosotros, explicó Gabriel. Mateo, ella es Mercedes. Ha trabajado conmigo desde hace 15 años.
Mucho gusto, señora murmuró Mateo con la mirada fija en sus zapatos gastados, súbitamente consciente de su aspecto desaliñado en medio de tanta elegancia. Mercedes le sonrió con calidez, sin un atisbo de juicio en su mirada. El gusto es mío, chiquito. Vení y te mostraré tu habitación y después un buen baño caliente.
¿Qué te parece? Mateo siguió a Mercedes por una escalera de mármol hasta el segundo piso. Los pasillos estaban decorados con cuadros que parecían antiguos y valiosos. Alfombras persas cubrían partes del suelo de madera pulida. Todo olía a limpio, a madera y a un sutil aroma a canela. La habitación que le habían preparado era más grande que cualquier espacio que Mateo hubiera ocupado jamás.
Una cama individual con sábanas azules, un escritorio junto a la ventana, un armario de madera oscura y una pequeña biblioteca con algunos libros infantiles. En una esquina había incluso un televisor. ¿Todo esto es para mí?, preguntó incrédulo. Todo tuyo, confirmó Mercedes. El baño está ahí, señaló una puerta dentro de la habitación. Te dejaré ropa limpia sobre la cama mientras te bañas.
Don Gabriel compró algunas prendas para vos. Espero que te queden bien. Cuando Mercedes se retiró, Mateo se quedó inmóvil en medio de la habitación, abrumado. Pasó sus dedos por la superficie suave del escritorio, tocó las sábanas limpias, miró por la ventana que daba a un jardín trasero con árboles y una pequeña fuente.
El baño fue otra revelación. Agua caliente a voluntad, jabones perfumados, toallas esponjosas. se quedó bajo la ducha hasta que sus dedos se arrugaron, viendo como el agua que corría por el desagüe se llevaba años de suciedad y miseria. Al salir encontró sobre la cama jeans nuevos, camisetas, ropa interior, calcetines y hasta un par de zapatillas Adidas, todo de su talla. Se vistió rápidamente, maravillándose con la sensación de la ropa limpia y nueva contra su piel.
Cuando bajó las escaleras, siguiendo el aroma de comida casera, encontró a Gabriel en el comedor revisando documentos. El hombre levantó la mirada y sonrió levemente al verlo. Mucho mejor, comentó. ¿Te queda bien la ropa? Mateo asintió sin saber qué decir. La gratitud se mezclaba con la desconfianza en su interior. Nadie daba tanto sin esperar algo a cambio.
Al menos eso había aprendido en las calles. “Gracias, señor”, murmuró finalmente. “Gabriel”, corrigió el hombre. “puedes llamarme Gabriel. Ven, Mercedes preparó milanesas con puré. Debes tener hambre.” La cena transcurrió en un silencio relativamente cómodo. Mateo comió con avidez, pero intentando mantener buenos modales, observando disimuladamente cómo Gabriel sostenía los cubiertos.
El hombre apenas tocó su comida, más interesado en observar al niño. “Mañana iremos a comprar más ropa y lo necesario para la escuela,”, anunció Gabriel cuando terminaron de cenar. “También debemos regularizar tu situación. Necesitarás documentos.” Mateo dejó el tenedor sobre el plato, súbitamente alerta. “¿Va a entregarme a las autoridades?”, preguntó con el miedo reflejado en sus ojos. Gabriel negó con la cabeza.
“No, Mateo, quiero ayudarte legalmente para que puedas ir a la escuela, recibir atención médica, tener un futuro. Conozco personas que pueden acelerar los trámites sin hacerte pasar por el sistema de hogares de menores.” El niño lo miró con desconfianza. “¿Por qué hace todo esto por mí? De verdad no lo entiendo. Gabriel guardó silencio por un momento, como si considerara cuidadosamente su respuesta.
Cuando era joven, mucho antes de tener todo esto, hizo un gesto abarcando la casa. También estuve solo y desesperado. Alguien me tendió una mano cuando más lo necesitaba, sin pedir nada a cambio. Esa persona cambió el curso de mi vida. Quizás ahora es mi turno de hacer lo mismo por alguien más.
Esa noche, acostado en la cama más cómoda que jamás había conocido, Mateo no podía dormir. Todo parecía demasiado bueno, demasiado irreal. Parte de él esperaba despertar en cualquier momento, de vuelta en los túneles fríos del ste, descubriendo que todo había sido un sueño cruel. Pero la mañana llegó y con ella la confirmación de que su nueva realidad era auténtica.
Mercedes lo despertó con un desayuno que incluía tostadas, jugo de naranja recién exprimido, huevos revueltos y chocolate caliente, comida que solo había visto a través de las ventanas de las cafeterías. Gabriel cumplió su promesa. Ese día lo llevó de compras al Alto Palermo Shopping. Mateo nunca había entrado a un centro comercial. Siempre los había observado desde fuera con la nariz pegada a los vidrios, imaginando cómo sería caminar entre sus tiendas iluminadas. Elige lo que te guste”, le dijo Gabriel cuando entraron a una tienda de ropa infantil. Mateo se quedó
paralizado ante tantas opciones. ¿Cómo elegir cuando nunca antes había tenido la oportunidad de hacerlo? Finalmente, con la ayuda paciente de una vendedora, seleccionaron varios conjuntos, chaquetas para el invierno, pijamas y más zapatos de los que Mateo creía necesarios. También necesitarás esto,”, añadió Gabriel guiándolo hacia una tienda de electrónicos donde compró una tablet y un teléfono móvil para tus estudios y para que podamos comunicarnos. La siguiente parada fue una librería donde adquirieron
cuadernos, lápices, mochilas y libros de texto. Gabriel explicó que había contactado con un colegio privado cercano a la casa y que Mateo comenzaría clases la semana siguiente después de realizar algunas evaluaciones para determinar su nivel académico. “¿Y si no sé nada?”, preguntó Mateo con ansiedad mientras salían de la librería. Nunca fui mucho a la escuela.
Gabriel apoyó una mano en su hombro, un gesto que resultó sorprendentemente reconfortante. Entonces aprenderás. Contrataremos tutores si es necesario. Lo importante es que quieras intentarlo. De regreso a casa, con el automóvil cargado de bolsas, Mateo se sentía abrumado por tantos cambios en tan poco tiempo.
Una parte de él seguía esperando el momento en que todo se derrumbara, en que Gabriel revelara sus verdaderas intenciones o simplemente se cansara de él. ¿Puedo preguntarle algo? dijo finalmente, rompiendo el silencio. Adelante, usted tiene familia, hijos. Gabriel mantuvo la vista en el camino, pero Mateo notó como sus manos se tensaban levemente sobre el volante. “Estuve casado una vez, hace muchos años”, respondió con voz neutra.
“No funcionó.” “No tengo hijos. ¿No le gustan los niños?” Una sonrisa fugaz cruzó el rostro de Gabriel. “Me gustan. Simplemente nunca se dio la oportunidad. Esa noche, después de cenar, Gabriel llevó a Mateo a su despacho en el primer piso. Era una habitación imponente, con estanterías llenas de libros hasta el techo, un escritorio de caoba y ventanales que daban al jardín.
Las paredes estaban decoradas con diplomas y fotografías enmarcadas. “Siéntate”, indicó Gabriel señalando un sillón de cuero frente al escritorio. Mateo obedeció, sintiendo que había llegado el momento de la verdad. Cuando Gabriel finalmente le diría qué esperaba de él a cambio de tanta generosidad.
Para su sorpresa, el hombre sacó una carpeta con documentos y la colocó sobre el escritorio. “He estado hablando con mis abogados”, explicó. “Podemos solicitar una custodia temporal mientras investigamos si tienes familiares que puedan reclamarte legalmente. Si no los hay, existe la posibilidad de una adopción formal.
Si tú estás de acuerdo, por supuesto.” Mateo parpadeó. procesando las palabras, “¿Usted quiere adoptarme, ser mi padre?” Gabriel lo miró directamente a los ojos. Quiero darte un hogar, Mateo, un lugar seguro donde crecer, educación, oportunidades. El nombre que le pongamos a eso es lo de menos.
Esa noche, en la soledad de su nueva habitación, Mateo lloró por primera vez en años. No eran lágrimas de tristeza, sino de una emoción que no sabía nombrar. miedo, esperanza, incredulidad, gratitud, todo mezclado en un torbellino que lo dejó exhausto. Mientras el sueño lo vencía, pensó en los túneles oscuros que habían sido su hogar hasta hace apenas unos días. Se preguntó si alguna vez volvería a sentir que pertenecía realmente a algún lugar, si podría adaptarse a esta nueva vida que parecía sacada de un cuento de hadas, si Gabriel mantendría su palabra o si, como su madre, un día simplemente desaparecería. Con esos pensamientos se
quedó dormido, aferrándose a la fotografía arrugada de su madre, el único vínculo que conservaba con su pasado. Los primeros rayos del sol se filtraban por las cortinas cuando Mateo abrió los ojos. Por un instante, la desorientación lo invadió al no reconocer el techo sobre su cabeza.
No era el concreto gris del túnel, sino un cielo raso blanco con una lámpara elegante. La realidad lo golpeó como una ola. Estaba en la casa de Gabriel Montero, el extraño que lo había rescatado. Se incorporó lentamente, acariciando las sábanas suaves. Después de dos semanas viviendo allí, aún no se acostumbraba a tanta comodidad. Cada mañana despertaba con la sensación de estar viviendo un sueño prestado, uno que podría desvanecerse en cualquier momento. El sonido de unos golpes suaves en la puerta interrumpió sus pensamientos. Adelante”, dijo, “tvía
sorprendido por tener una puerta que alguien respetara lo suficiente como para tocar antes de entrar.” Mercedes asomó la cabeza con su habitual sonrisa maternal. “Buenos días, chiquito. El desayuno está listo y don Gabriel quiere hablar con vos antes de que vayas al colegio.
El colegio, otra novedad en su vida. Después de realizar algunas evaluaciones, lo habían ubicado en tercer grado, dos años por debajo de lo que correspondería a su edad. La brecha educativa era evidente tras años sin escolarización formal, pero los profesores se habían mostrado comprensivos y Gabriel había contratado tutores para ayudarlo a ponerse al día.
Ya bajo. Gracias, respondió Mateo. Saltando de la cama. se vistió rápidamente con el uniforme del colegio San Patricio, pantalón gris, camisa blanca, suéter azul con el escudo bordado. Frente al espejo del baño, intentó domar su cabello rebelde, ahora limpio y cortado profesionalmente.
A veces apenas reconocía al niño que le devolvía la mirada. En el comedor, Gabriel ya estaba sentado a la mesa revisando documentos mientras tomaba café. levantó la vista cuando Mateo entró y le dedicó un asentimiento a modo de saludo. “Buenos días”, dijo el hombre dejando los papeles a un lado. “¿Dormiste bien?” “Sí, señor”, “Gabriel”, se corrigió Mateo, recordando que su benefactor insistía en que lo llamara por su nombre. Mercedes sirvió el desayuno.
Tostadas, huevos revueltos, jugo de naranja y un vaso de leche para Mateo, más café para Gabriel. El niño comía con entusiasmo, aunque intentaba recordar los modales que Mercedes le había estado enseñando pacientemente. “Hoy tengo una reunión con la directora de tu escuela”, anunció Gabriel.
“Quieren discutir tu progreso y algunas adaptaciones al programa educativo.” Mateo dejó la tostada a medio camino hacia su boca. “¿He algo malo?”, preguntó con un tono de alarma que revelaba su constante temor a decepcionar y ser abandonado nuevamente. Gabriel negó con la cabeza, al contrario, están impresionados con tu capacidad de adaptación y quieren ofrecerte apoyo adicional en matemáticas y ciencias donde muestras particular aptitud. El niño procesó la información con asombro.
Nunca antes alguien había sugerido que fuera bueno en algo académico. En los túneles sus habilidades valoradas eran muy diferentes, saber esconderse, encontrar comida, evitar peligros. También continuó Gabriel sacando un sobre del bolsillo de su chaqueta. Llegaron los resultados de los exámenes médicos y las pruebas de ADN que realizamos para los trámites legales.
Mateo se tensó desde que Gabriel había mencionado la posibilidad de adopción. Una parte de él temía que apareciera algún familiar lejano para reclamarlo, o peor aún, que su madre regresara solo para volver a abandonarlo. Y preguntó con voz pequeña, “No hay coincidencias en el sistema”, explicó Gabriel con tono neutro, “Lo cual significa que podemos proceder con la solicitud de custodia permanente, si estás de acuerdo.” Algo en la forma en que Gabriel pronunció esas palabras hizo que Mateo lo mirara con más atención.
Había una sombra en sus ojos, como si ocultara algo. ¿Hay algo más?, preguntó el niño, sorprendiéndose a sí mismo con su perspicacia. Gabriel pareció dudar por un momento, luego suspiró levemente. “¿Eres observador?”, comentó. Sí, hay algo más, pero preferiría discutirlo esta tarde.
Cuando regreses del colegio, no es nada de qué preocuparse. El trayecto hasta el colegio fue silencioso. Ramiro, el chóer que Gabriel había contratado específicamente para llevar a Mateo, era un hombre de pocas palabras que se limitaba a conducir mientras escuchaba tangos en la radio a volumen bajo.
Al llegar a la entrada del imponente edificio escolar, Mateo vio a sus compañeros de clase reunidos en pequeños grupos. Después de dos semanas, aún se sentía como un extraño entre ellos. Los niños de familias acomodadas de Palermo tenían poco en común con un exhabitante de los túneles del subte, Mateo, una voz femenina, lo llamó. Lucía Pereira, una niña de cabello castaño recogido en dos trenzas, se acercó sonriente.
Era la única que se había mostrado genuinamente amistosa desde el primer día, sin hacer preguntas incómodas sobre su pasado o su repentina aparición en el colegio. “Hola, Lucía”, saludó él agradecido por la interrupción de sus pensamientos. “¿Estudiaste para el examen de historia?” “Es en la tercera hora”, le recordó ella. Mateo asintió. había pasado la tarde anterior repasando con su tutor, fascinado con las historias sobre los pueblos originarios de Argentina y la colonización española.
“Creo que estoy preparado”, respondió con una confianza que aún le resultaba novedosa. Las clases transcurrieron con normalidad. Mateo se esforzaba por prestar atención y tomar notas, consciente de que cada día era una oportunidad para cerrar la brecha educativa que lo separaba de sus compañeros. El examen de historia resultó más fácil de lo que esperaba y por primera vez desde que comenzó la escuela se permitió sentir un atisbo de orgullo al entregar su hoja.
Durante el recreo se sentó con Lucía en un rincón del patio. Ella compartió sus galletitas caseras mientras hablaban sobre un proyecto de ciencias que debían presentar la semana siguiente. “Mi papá dice que podemos usar su laboratorio para los experimentos”, comentó Lucía, cuyos padres eran ambos científicos en la Universidad de Buenos Aires. “¿Quieres venir a mi casa el sábado?”, Mateo dudó.
Nunca había ido a casa de un compañero. No sabía cómo comportarse, qué decir a los padres de Lucía, cómo explicar su situación. Tendría que preguntarle a a Gabriel, respondió finalmente. Gabriel, ¿es tu papá?, preguntó Lucía con curiosidad inocente. La pregunta lo dejó momentáneamente sin palabras.
¿Qué era Gabriel para él? No su padre biológico ciertamente, pero tampoco simplemente un tutor o un benefactor. Es complicado, murmuró Mateo. Él me cuida ahora. Lucía pareció aceptar esa respuesta sin necesidad de más explicaciones, una cualidad que Mateo apreciaba enormemente en ella. Al terminar las clases, Ramiro lo esperaba puntualmente en la entrada.
Durante el trayecto de regreso, Mateo observaba las calles de Buenos Aires con nuevos ojos, ya no como un niño que buscaba rincones donde esconderse o contenedores de basura donde buscar comida, sino como alguien que comenzaba a pertenecer a este mundo de casas bonitas y autos lujosos. Al llegar a la mansión, Mercedes lo recibió con una merienda preparada, chocolate caliente y medialunas recién horneadas.
le informó que Gabriel había llamado para avisar que llegaría un poco tarde, pero que quería hablar con él sin falta cuando regresara. Mateo aprovechó el tiempo para hacer sus tareas escolares en el escritorio de su habitación. Todavía le maravillaba tener un espacio propio para estudiar, con lápices nuevos, cuadernos sin manchas y libros que no había tenido que rescatar de la basura.
Cerca de las 7 de la tarde escuchó el sonido del automóvil de Gabriel en la entrada. Unos minutos después, Mercedes tocó a su puerta para avisarle que el Señor lo esperaba en su despacho. Con un nudo en el estómago, Mateo bajó las escaleras. A pesar de las dos semanas de convivencia pacífica, una parte de él seguía esperando que la situación cambiara abruptamente, que Gabriel se cansara de él o revelara alguna intención oculta.
Tocó suavemente la puerta del despacho. Adelante, respondió la voz grave de Gabriel. El hombre estaba de pie junto a la ventana, contemplando el jardín que comenzaba a oscurecerse con la caída de la tarde. Se giró cuando Mateo entró y le indicó que tomara asiento en uno de los sillones de cuero.
“¿Cómo fue tu día?”, preguntó Gabriel sentándose frente a él. “Bien, respondió Mateo. Creo que me fue bien en el examen de historia.” Gabriel asintió pareciendo complacido, pero distraído. “La directora Álvarez está muy satisfecha con tu progreso”, comentó. dice que eres un alumno dedicado y respetuoso. Hubo un momento de silencio.
Gabriel parecía estar organizando sus pensamientos, buscando las palabras adecuadas para algo importante. Mateo, esta mañana mencioné que había algo más que debíamos discutir. Comenzó finalmente. Se trata de algo que descubrí mientras investigábamos tu situación legal. El niño se tensó visiblemente. Habían encontrado a su madre. Lo enviarían de vuelta con ella.
Los exámenes de ADN que realizamos”, continuó Gabriel con voz cuidadosamente controlada, “arrojaron un resultado inesperado. El sistema encontró una coincidencia parcial. ¿Qué significa eso?”, preguntó Mateo confundido. Gabriel respiró profundamente antes de responder. Significa que según el análisis genético, es altamente probable que tú y yo compartamos un vínculo biológico.
Para ser más específico, el patrón de coincidencia sugiere que podría ser hijo de mi hermano menor, Alejandro. El silencio que siguió a esa declaración fue absoluto. Mateo miró a Gabriel con los ojos muy abiertos, incapaz de procesar completamente lo que acababa de escuchar. Su hermano logró articular finalmente. Gabriel asintió. Su expresión una mezcla de emociones contenidas.
Alejandro desapareció hace 9 años. Éramos muy diferentes y habíamos perdido contacto años antes de su desaparición. Él llevaba una vida complicada, problemas con drogas, malas compañías. La última vez que supe de él estaba viviendo en la Villa 31, pero cuando intenté buscarlo, nadie sabía nada de su paradero.
Mateo intentaba asimilar esta información que cambiaba todo lo que creía saber sobre su origen. Mi madre lo conocía. Es posible, respondió Gabriel. ¿Recuerdas el nombre completo de tu madre? Silvia”, murmuró Mateo. Silvia Rojas, pero no sé si ese era su verdadero apellido. A veces usaba otros nombres. Gabriel sacó una fotografía de un cajón y se la entregó a Mateo.
En ella, dos hombres jóvenes sonreían a la cámara. Uno era claramente Gabriel, quizás 20 años más joven. El otro se le parecía vagamente, pero tenía el cabello más largo y una sonrisa más despreocupada. Este era Alejandro. dijo Gabriel señalando al segundo hombre. Mi hermano menor.
Mateo observó la fotografía con atención, buscando en esos rasgos algo que pudiera reconocer como propio. Los ojos quizás tenían una forma similar a los suyos. Esto significa que usted es mi tío preguntó la palabra sonando extraña en sus labios. Gabriel asintió lentamente. Eso parece. Aunque necesitaríamos pruebas más específicas para confirmarlo al 100%, la coincidencia genética es significativa. Mateo dejó la fotografía sobre la mesa, abrumado por las implicaciones.
No era un niño cualquiera que Gabriel había decidido ayudar por casualidad o compasión. Era sangre de su sangre, familia. Por eso me ayudó, porque sospechaba que éramos familia. No, respondió Gabriel con firmeza. Cuando te encontré en la estación de subte, no tenía idea. Te ayudé porque necesitabas ayuda. Porque vi algo en ti que me recordó.
Se detuvo como si hubiera estado a punto de revelar algo demasiado personal. Te ayudé porque era lo correcto, Mateo. El descubrimiento de nuestro posible parentesco es tan sorprendente para mí como lo es para ti. El niño guardó silencio procesando todo. Una parte de él se sentía extrañamente aliviada.
No era caridad lo que había motivado a Gabriel, sino un vínculo más profundo, aunque ninguno de los dos lo supiera en ese momento. ¿Esto cambia lo de la adopción? preguntó finalmente con voz pequeña. Gabriel lo miró directamente a los ojos. Solo si tú quieres que cambie. Legalmente sería más sencillo establecer una custodia familiar que una adopción completa, pero en términos prácticos, mi compromiso contigo sigue siendo el mismo.
Ofrecerte un hogar, educación y todo el apoyo que necesites para construir tu futuro. Mateo asintió sin saber qué más decir. Su mundo acababa de transformarse nuevamente y necesitaría tiempo para adaptarse a esta nueva realidad. ¿Hay algo más que debes saber? añadió Gabriel después de un momento. He contratado investigadores privados para intentar localizar a Alejandro.
Si está vivo, tiene derecho a saber que tiene un hijo y tú tienes derecho a conocer a tu padre. La idea de conocer a su padre biológico, un hombre del que no tenía ningún recuerdo, despertó sentimientos contradictorios en Mateo. Curiosidad, miedo, esperanza, resentimiento. ¿Y si no quiero conocerlo?, preguntó.
Él nunca me buscó. Quizás no sabía de tu existencia”, respondió Gabriel con suavidad, “O quizás no estaba en condiciones de cuidar de ti. No lo sabremos hasta encontrarlo, si es que lo encontramos.” Esa noche Mateo no pudo dormir.
Se quedó mirando el techo de su habitación, repasando mentalmente todo lo que había ocurrido en las últimas semanas, de vivir en los túneles del subte a descubrir que tenía un tío millonario. De ser un niño abandonado a formar parte de una familia, aunque fuera una familia peculiar y fragmentada, sacó de debajo de su almohada la fotografía arrugada de su madre. La miró largamente, preguntándose si ella había amado al hermano de Gabriel.
Se había intentado contactarlo cuando supo que estaba embarazada, si alguna vez había pensado en volver por su hijo. A la mañana siguiente, durante el desayuno, un silencio incómodo flotaba entre Mateo y Gabriel. Ninguno sabía exactamente cómo proceder después de la revelación del día anterior. Finalmente, fue Mateo quien rompió el silencio.
Lucía, una compañera de clase, me invitó a su casa el sábado para trabajar en un proyecto de ciencias, dijo revolviendo sus cereales. Puedo ir. Gabriel pareció aliviado por este retorno a la normalidad, a las preocupaciones cotidianas de un niño de su edad. Por supuesto, respondió. Me alegra que estés haciendo amigos. Ramiro puede llevarte y recogerte. Otro silencio, menos tenso que el anterior.
Sobre lo de ayer, comenzó Mateo. Tómate tu tiempo para procesarlo, interrumpió Gabriel con gentileza. No hay prisa para tomar decisiones o definir nuestra relación. Lo importante es que estás seguro aquí y que no estás solo. Mateo asintió agradecido por la comprensión. Quizás Gabriel tenía razón. No necesitaban ponerle un nombre a lo que eran el uno para el otro, al menos no todavía.
Gracias”, dijo simplemente. Y por primera vez desde que llegó a esa casa, la palabra no solo expresaba gratitud por la comida, la ropa o el techo, sino por algo más profundo, la paciencia, el respeto, la oportunidad de redescubrir quién era realmente Mateo Rojas o quizás Mateo Montero.
El sábado amaneció con un cielo despejado y una temperatura agradable, inusual para esa época del año en Buenos Aires. Mateo se despertó temprano, nervioso ante la perspectiva de visitar la casa de Lucía. Sería la primera vez que entraba al hogar de otro niño como invitado, no como intruso buscando comida o refugio. Se vistió cuidadosamente con ropa casual, pero limpia, jeans nuevos, una camiseta azul y las zapatillas adidas, que aún le parecían demasiado blancas y perfectas.
Mercedes le había preparado un pequeño regalo para los padres de Lucía, una caja de alfajores artesanales de un reconocido local de Recoleta. “Es de buena educación no llegar con las manos vacías cuando te invitan a una casa”, le explicó la mujer mientras le entregaba el paquete elegantemente envuelto. Gabriel apareció en el comedor mientras Mateo desayunaba.
Era inusual verlo en casa un sábado por la mañana. Normalmente salía temprano, incluso en fines de semana. para atender asuntos en sus oficinas del microcentro. “Buenos días”, saludó sirviéndose una taza de café. “Listo para tu visita.” Mateo asintió, aunque su expresión delaba su nerviosismo. “¿Y si no les caigo bien a sus padres?”, preguntó en voz baja. Gabriel lo miró con una mezcla de comprensión y firmeza.
“Serás, cortés, respetuoso y agradecido por la invitación. El resto no depende de ti”, respondió pragmáticamente. “Además, si Lucía te aprecia, sus padres probablemente también lo harán.” Ramiro los llevó hasta una casa moderna en el barrio de Núñez.
No era tan grande como la mansión de Gabriel, pero tenía un aire acogedor con su fachada de ladrillos a la vista y macetas con flores coloridas en las ventanas. Vendré a buscarte a las 6″, le recordó Gabriel desde el asiento trasero. “Llámame si necesitas algo antes.” Mateo asintió, apretando nerviosamente la caja de alfajores. Bajó del auto y caminó hasta la puerta. Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió y apareció Lucía sonriente.
“Viniste”, exclamó con evidente alegría. “Pasa! Mis papás están ansiosos por conocerte. El interior de la casa era cálido y desordenado de una manera agradable. Libros apilados en mesas laterales, fotografías familiares en las paredes, juguetes científicos mezclados con adornos convencionales.
Olía a café recién hecho y a algo dulce horneándose. Los padres de Lucía resultaron ser tan acogedores como su hogar. Elena, una mujer de cabello corto y anteojos de montura roja, era profesora de bioquímica. Ricardo Alto y con barba entre cana trabajaba en investigación genética. Ambos recibieron a Mateo con genuino interés, sin las miradas de lástima o curiosidad morbosa que había notado en otros adultos cuando se enteraban de su historia.
“Lucía nos ha hablado mucho de ti”, comentó Elena mientras servía limonada en la cocina. “Dice que eres excelente en matemáticas.” Mateo se sonrojó levemente. “Todavía no estaba acostumbrado a recibir cumplidos. Me gustan los números. respondió simplemente, “Tienen sentido.
” Ricardo sonríó asintiendo como si entendiera perfectamente. “A mí también me gustaban a tu edad. Terminé estudiando estadística aplicada a la genética. La mañana transcurrió de manera sorprendentemente agradable. Ricardo los llevó a su pequeño laboratorio casero en el sótano, donde les mostró experimentos sencillos pero fascinantes sobre ADN y herencia genética.
Mateo escuchaba con atención, pensando inevitablemente en la revelación de Gabriel sobre su posible parentesco. El ADN es como un libro de instrucciones, explicaba Ricardo mientras les mostraba un modelo tridimensional de la doble hélice. Cada persona tiene su propio libro, pero comparte muchas páginas con sus familiares. ¿Cuántas páginas compartimos con nuestros tíos?, preguntó Mateo, intentando que la pregunta sonara casual. Ricardo lo miró con interés.
Aproximadamente un 25% de tu información genética es idéntica a la de tus tíos biológicos. Es la mitad de lo que compartes con tus padres. Mateo asintió procesando la información. Un cuarto de él era igual a Gabriel. La ciencia confirmaba lo que las pruebas habían sugerido. Eran familia.
Después del almuerzo, una deliciosa pasta casera preparada por Elena, los niños trabajaron en su proyecto de ciencias en la mesa del comedor. Debían crear un modelo del sistema solar que mostrara las órbitas y las proporciones relativas de los planetas. Mi papá dice que podemos usar su impresora 3D para hacer los planetas”, comentó Lucía mientras dibujaban los planos preliminares.
Mateo estaba concentrado calculando las escalas cuando notó que Ricardo lo observaba desde la puerta con una expresión peculiar. “¿Sucede algo, señor?”, preguntó súbitamente incómodo. Ricardo pareció salir de sus pensamientos. “Disculpa, es que dudó un momento. Tu apellido es Montero, verdad. Mateo no sabía qué responder legalmente seguía siendo Mateo Rojas, pero pronto podría cambiar a Montero si la custodia de Gabriel se formalizaba.
Es el sobrino de Gabriel Montero intervino Lucía con naturalidad. Vive con él ahora. Ricardo asintió lentamente como si confirmara una sospecha. Gabriel Montero, el CEO de Montero Technologies, murmuró más para sí mismo que para los niños. ¿Conoce a mi a Gabriel?, preguntó Mateo, notando la reacción del hombre. No personalmente, respondió Ricardo componiendo rápidamente su expresión.
Pero su empresa financia varios proyectos de investigación en la universidad. Es un nombre conocido en el ámbito científico. Algo en el tono de Ricardo hizo que Mateo sintiera que había más en esa historia, pero no insistió.
El resto de la tarde transcurrió sin incidentes y a las 6 en punto el automóvil de Gabriel se detuvo frente a la casa. “Tu tío es muy puntual”, comentó Elena mientras acompañaba a Mateo a la puerta. “Gracias por invitarme”, dijo el niño con sinceridad. “La pasé muy bien. Vuelve cuando quieras”, respondió Elena con calidez. “Eres bienvenido en esta casa”. En el automóvil, Gabriel parecía preocupado, más tenso de lo habitual.
¿Todo bien? preguntó Mateo mientras se alejaban. “Sí”, respondió Gabriel, aunque su tono sugería lo contrario. “¿Cómo estuvo tu día?” Mateo le contó sobre el laboratorio casero, el proyecto del sistema solar y la amabilidad de los padres de Lucía.
Mencionó que Ricardo parecía conocer el nombre de Gabriel, pero no el extraño momento que había percibido. Al llegar a casa, Mercedes les informó que la cena estaría lista en media hora. Gabriel se dirigió directamente a su despacho, murmurando algo sobre revisar unos correos urgentes. Mateo subió a su habitación para lavarse y cambiarse de ropa.
Mientras se cambiaba, notó que la puerta del despacho de Gabriel estaba entreabierta. No era su intención espiar, pero al pasar escuchó fragmentos de una conversación telefónica que captaron su atención. No puede ser coincidencia”, decía Gabriel con voz tensa. Ricardo Pereira trabajaba en ese laboratorio en esa época. Sí, el mismo proyecto. No, el niño no sabe nada y preferiría que siguiera así por ahora. Mateo se alejó silenciosamente con el corazón acelerado.
¿De qué proyecto hablaban? ¿Qué era lo que él no sabía? ¿Y por qué el padre de Lucía parecía ser importante en esa historia? Durante la cena, Gabriel estuvo inusualmente callado. Respondía con monosílabos a los comentarios de Mateo sobre su día y parecía perdido en sus pensamientos.
El niño, por su parte, no mencionó la conversación que había escuchado parcialmente. Esa noche, Mateo no podía dormir. Las preguntas daban vueltas en su cabeza. Decidió que necesitaba respuestas. Con sigilo, salió de su habitación y bajó las escaleras hasta el despacho de Gabriel. La luz se filtraba por debajo de la puerta. Su tío seguía trabajando, a pesar de ser casi medianoche.
Respiró profundo y tocó suavemente. Adelante, respondió la voz de Gabriel. Mateo entró encontrando a su tío sentado tras el escritorio, rodeado de documentos y con la pantalla de la computadora iluminando su rostro cansado. “Deberías estar dormido”, comentó Gabriel, aunque sin reproche en su voz. No puedo dormir”, admitió Mateo.
“Tengo muchas preguntas”. Gabriel lo miró largamente como evaluando algo. Finalmente cerró la laptop y señaló el sillón frente a su escritorio. “¿Siéntate!”, dijo con voz resignada. “Supongo que mereces algunas respuestas.” Mateo obedeció, reuniendo valor para formular la pregunta que más le inquietaba.
¿Quién era realmente mi padre? ¿Y por qué el papá de Lucía parece conocer algún secreto sobre nosotros? Gabriel suspiró profundamente. Es una historia complicada, Mateo, y no estoy seguro de que estés preparado para escucharla completa. Tengo derecho a saber, insistió el niño con una determinación que sorprendió a ambos. Gabriel asintió lentamente. Tienes razón, concedió, “pero debo advertirte que lo que voy a contarte puede ser difícil de asimilar.” se levantó y caminó hasta un pequeño bar en la esquina del despacho.
Se sirvió un dedo de whisky y volvió a su asiento como preparándose para una conversación larga y dolorosa. “Mi hermano Alejandro y yo crecimos en una familia de clase media en Córdoba.” Comenzó. Nuestros padres eran profesores universitarios, gente honesta y trabajadora.
Alejandro era brillante, quizás más que yo, pero también más rebelde, más impulsivo. Mientras yo seguía el camino convencional, universidad, posgrado, trabajo corporativo, él buscaba experiencias más intensas. Gabriel dio un pequeño sorbo a su bebida antes de continuar. Cuando yo tenía 28 años y Alejandro 25, fundé mi primera empresa tecnológica. Tuve éxito rápidamente. Le ofrecí a mi hermano un puesto en la compañía. Pero él tenía otros intereses.
Se había involucrado en investigaciones científicas poco convencionales, algunas en el límite de la legalidad. Mateo escuchaba atentamente intentando conectar esta historia con su propia existencia. Alejandro comenzó a trabajar en un laboratorio privado que realizaba experimentos genéticos. Continuó Gabriel, su voz cada vez más grave. Un laboratorio financiado por inversionistas de dudosa reputación.
Allí conoció a Ricardo Pereira, quien era un joven científico recién graduado. El papá de Lucía interrumpió Mateo sorprendido. Gabriel asintió el mismo. Ricardo trabajaba en un proyecto específico que fascinaba a Alejandro. Modificación genética en embriones humanos. Mateo frunció el seño, sin comprender completamente las implicaciones.
Lo que hacían era ilegal, Mateo explicó Gabriel. experimentaban con formas de alterar el ADN humano antes del nacimiento, buscando eliminar enfermedades hereditarias, pero también mejorar ciertos rasgos. Inteligencia, fuerza, longevidad. Un escalofrío recorrió la espalda de Mateo. ¿Qué tiene que ver eso conmigo? Preguntó. Aunque una parte de él ya temía la respuesta.
Gabriel lo miró directamente a los ojos. Alejandro no solo trabajaba en ese laboratorio, también fue voluntario en algunos experimentos. Donó material genético para crear embriones modificados. El silencio que siguió fue absoluto. Mateo sentía como si el aire se hubiera vuelto denso, difícil de respirar. Está diciendo que yo no pudo terminar la frase.
No lo sé con certeza, respondió Gabriel con honestidad. Pero los resultados de tu ADN muestran patrones inusuales que coinciden con lo que sabemos de ese proyecto. Y el hecho de que Ricardo Pereira reaccionara al escuchar mi apellido aumenta mis sospechas. Mateo intentaba procesar esta información que cambiaba todo lo que creía saber sobre sí mismo.
“Pero tengo una madre”, argumentó. “Ta recuerdo, tengo su fotografía y probablemente sea tu madre biológica”, asintió Gabriel. El proyecto utilizaba madres sustitutas para gestar los embriones, mujeres vulnerables, generalmente de escasos recursos a quienes pagaban por llevar el embarazo a término.
Algunas decidieron quedarse con los bebés después del nacimiento contra los deseos de los financistas del proyecto. “¿Está diciendo que mi madre me robó?”, preguntó Mateo, su voz apenas un susurro. “¿Te salvó, corrigió Gabriel con firmeza. Si mis sospechas son correctas, te rescató de una vida como sujeto de experimentación. Mateo se quedó en silencio, intentando reconciliar esta nueva narrativa con los fragmentos de recuerdos que tenía de su madre.
Una mujer joven, a veces cariñosa, a veces ausente, luchando por sobrevivir en los márgenes de la sociedad. ¿Por eso me ayudó?, preguntó finalmente, porque sospechaba que yo era parte de ese experimento. Gabriel negó con la cabeza. Te ayudé porque necesitabas ayuda”, respondió con sinceridad. “Las sospechas sobre tu origen surgieron después, cuando vi los resultados de las pruebas de ADN, pero sí, ahora siento una responsabilidad adicional.
Si mi hermano contribuyó a tu creación, aunque fuera de esta manera tan poco convencional, eso te hace parte de mi familia. ¿Qué pasó con el laboratorio? Con el proyecto fue clausurado hace 7 años tras una investigación federal. explicó Gabriel. Varios científicos fueron arrestados, pero muchos documentos desaparecieron y con ellos la evidencia de cuántos niños como tú podrían existir.
Ricardo Pereira cooperó con las autoridades y evitó la cárcel. Rehzo su vida, aparentemente dedicado ahora a la investigación legítima. Mateo intentaba asimilar todo lo que acababa de escuchar. No era solo el sobrino de Gabriel, era el producto de un experimento científico ilegal. Su existencia misma era el resultado de una manipulación genética.
¿Soy normal? Preguntó con voz quebrada. Gabriel se levantó y en un gesto inusual para él, rodeó el escritorio para arrodillarse frente a Mateo, poniendo sus manos sobre los hombros del niño. Eres perfectamente humano, Mateo dijo con firmeza, independientemente de cómo fuiste concebido, eres un niño inteligente, valiente y compasivo. Nada de lo que te he contado cambia quién eres.
Por primera vez desde que se conocieron, Mateo vio emoción genuina en los ojos de Gabriel. No lástima ni obligación, sino algo más profundo, un compromiso, quizás incluso afecto. ¿Qué hacemos ahora?, preguntó el niño. Seguimos adelante, respondió Gabriel simplemente. Continuamos con los trámites de custodia. Sigues yendo a la escuela, haciendo amigos, construyendo tu vida.
Y si quieres, podemos intentar aprender más sobre tu origen, pero a tu ritmo cuando te sientas preparado. Mateo asintió lentamente. Era demasiada información para procesar en una noche, pero extrañamente no se sentía tan abrumado como habría esperado. Quizás porque a pesar de las revelaciones sobre su origen, por primera vez en su vida sentía que tenía un lugar al que pertenecer y alguien que realmente se preocupaba por él. Gracias por decirme la verdad”, dijo.
Finalmente Gabriel se permitió una pequeña sonrisa. “Siempre te diré la verdad, Mateo. Puede que no sea fácil de escuchar a veces, pero es lo mínimo que mereces.” Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, Mateo reflexionó sobre los giros inesperados que había dado su vida en tan poco tiempo. De niño de los túneles a sobrino de un empresario millonario, de huérfano abandonado a posible experimento genético.
Era como vivir en una novela de ciencia ficción, pero por extraño que pareciera, se sentía más en paz que nunca. La verdad, por dolorosa o complicada que fuera, era preferible a la incertidumbre y por primera vez tenía alguien que estaba dispuesto a acompañarlo en la búsqueda de respuestas, alguien que no lo abandonaría cuando las cosas se complicaran. Con ese pensamiento reconfortante, Mateo finalmente se quedó dormido.
La mañana del domingo amaneció con una lluvia suave que golpeaba rítmicamente contra los ventanales de la mansión. Mateo despertó más tarde de lo habitual, agotado por la intensa conversación de la noche anterior. Por un momento, al abrir los ojos, esperó que todo hubiera sido un sueño extraño, pero la realidad persistía. Era el producto de un experimento genético. El sobrino científicamente modificado de Gabriel Montero.
Se quedó en la cama escuchando la lluvia y contemplando el techo. ¿Qué significaba realmente ser quién era? ¿Lo hacía diferente de otros niños? había sido creado con algún propósito específico. Las preguntas se amontonaban en su mente como un rompecabezas imposible de resolver. Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos. “Adelante”, dijo incorporándose.
Para su sorpresa, no era Mercedes quien entraba con el desayuno como esperaba, sino Gabriel. Llevaba ropa casual, jeans y un suéter gris en lugar de su habitual traje formal y sostenía una bandeja con tostadas, jugo de naranja y chocolate caliente. Buenos días, saludó colocando la bandeja sobre la mesita de noche.
Pensé que podríamos desayunar juntos hoy, a menos que prefieras estar solo. Mateo negó con la cabeza, genuinamente sorprendido por el gesto. No, está bien, respondió. Gracias. Gabriel acercó una silla y se sentó junto a la cama mientras Mateo comenzaba a comer. Hubo un silencio inicial, no del todo incómodo, pero cargado de pensamientos no expresados.
“¿Cómo te sientes?”, preguntó finalmente Gabriel. Después de nuestra conversación de anoche. Mateo masticó lentamente una tostada, considerando su respuesta. Confundido, admitió, como si fuera dos personas diferentes. El niño que creía ser y lo que sea que soy ahora. Eres la misma persona que eras ayer”, afirmó Gabriel convicción.
“El conocimiento sobre tu origen no cambia tu esencia, Mateo.” El niño lo miró no del todo convencido. “¿Sabe qué modificaciones me hicieron?”, preguntó directamente. “Soy más inteligente, más fuerte. ¿Hay algo malo en mí?” Gabriel negó con la cabeza. No tengo esa información específica y no hay nada malo en ti, respondió con firmeza. Pero si quieres saberlo, podríamos investigar más.
Tengo contactos que podrían ayudarnos a entender mejor tu composición genética, siempre respetando tu privacidad y bienestar. Mateo asintió lentamente. Agradecido por la honestidad. ¿Puedo hacerle otra pregunta? Cualquiera. ¿Por qué su hermano participó en ese proyecto? ¿Era malo? Gabriel suspiró profundamente, como si hubiera esperado esa pregunta, pero aún no tuviera una respuesta satisfactoria.
“Alejandro no era malo”, dijo finalmente. Era idealista, impulsivo y a veces ingenuo. Creía genuinamente que estaba contribuyendo a mejorar la humanidad. No veía las implicaciones éticas de lo que hacían o eligió ignorarlas. hizo una pausa como recordando. La última vez que hablamos estaba entusiasmado con el proyecto.
Decía que estaban creando el futuro, que algún día sería reconocido como un pionero. Intenté hacerlo entrar en razón, explicarle que estaban cruzando líneas que no debían cruzarse. Discutimos. Fue la última vez que lo vi. Mateo percibió el dolor en la voz de Gabriel. El peso de un arrepentimiento antiguo. No es su culpa, dijo el niño con una madurez que sorprendió a ambos.
Lo que pasó, lo que soy, no es culpa suya. Gabriel lo miró con una mezcla de asombro y gratitud. Eres extraordinario, ¿sabes?, comentó, y no por tu ADN modificado, sino por quien has elegido ser a pesar de todo lo que has vivido. Terminaron el desayuno hablando de cosas más ligeras.
Los planes para la semana, el proyecto escolar con Lucía, la posibilidad de comprar una bicicleta para Mateo. Era como si ambos necesitaran ese respiro de normalidad después de las intensas revelaciones. Cuando Gabriel se levantó para retirar la bandeja, Mateo lo detuvo con una pregunta más. ¿Qué pasará si encuentran a Alejandro? Tendré que irme con él.
La preocupación en su voz era evidente. Después de haber encontrado finalmente esta habilidad, la idea de otro cambio resultaba aterradora. Gabriel dejó la bandeja y se sentó nuevamente mirando directamente a Mateo. Esta es tu casa ahora, Mateo afirmó convicción. Independientemente de lo que suceda con Alejandro, mi compromiso contigo no cambiará.
Legalmente estoy solicitando tu custodia permanente y nadie podrá llevarte de aquí contra tu voluntad. Te lo prometo. Algo en la firmeza de esas palabras hizo que Mateo sintiera, por primera vez desde que podía recordar una sensación de seguridad absoluta. No era una promesa vacía como las que su madre solía hacer.
Era un compromiso real respaldado por la determinación que veía en los ojos de Gabriel. Gracias”, dijo simplemente, “Pero esas dos sílabas contenían un mundo de gratitud.” Esa tarde, mientras la lluvia continuaba cayendo sobre Buenos Aires, Gabriel propuso algo inesperado, un recorrido por la casa. A pesar de llevar varias semanas viviendo allí, Mateo solo conocía una pequeña parte de la mansión.
Este lugar tiene historia”, explicó Gabriel mientras caminaban por un pasillo del segundo piso. Perteneció a mi abuelo, quien la compró en los años 50 cuando emigró desde España. Ha estado en la familia desde entonces. Le mostró habitaciones que Mateo nunca había visto, una biblioteca con estanterías hasta el techo, un pequeño cine privado, una sala de música con un piano de cola que nadie tocaba desde hacía años.
Mi madre era pianista”, comentó Gabriel con nostalgia. Alejandro heredó su talento. Yo, en cambio, nunca tuve oído para la música. En el tercer piso, Gabriel se detuvo frente a una puerta que permanecía cerrada. “Esta era la habitación de Alejandro cuando venía a quedarse”, dijo sacando una llave de su bolsillo. “No he entrado aquí en años.” La habitación estaba exactamente como Alejandro la había dejado.
Pósters de bandas de rock en las paredes, libros de ciencia y ciencia ficción en los estantes, un viejo telescopio junto a la ventana. Era como un museo dedicado a un joven que ya no existía, preservado en el tiempo. Gabriel recorrió la habitación lentamente tocando objetos, recordando.
Mateo lo observaba en silencio, intentando imaginar a su padre biológico en ese espacio, sentado frente al escritorio o mirando las estrellas a través del telescopio. “¿Te pareces a él?”, comentó Gabriel de repente. No físicamente, aunque hay ciertos rasgos, es más bien en la forma en que observas el mundo. Con curiosidad y sin prejuicios. Mateo se acercó al escritorio donde había algunas fotografías enmarcadas. En una de ellas, dos adolescentes sonreían a la cámara.
Gabriel y Alejandro, mucho más jóvenes, con el brazo del menor sobre los hombros del mayor en un gesto de camaradería. Éramos inseparables de niños”, explicó Gabriel notando su interés. “A pesar de nuestras diferencias o quizás debido a ellas, yo era el responsable, el que seguía las reglas.
Él era el aventurero, el soñador. ¿Lo extraña?”, preguntó Mateo. Cada día admitió Gabriel con una honestidad que sorprendió al niño. A pesar de nuestras diferencias, a pesar de todo lo que pasó, era mi hermano. En un impulso que no se detuvo a analizar, Mateo tomó la mano de Gabriel. Era la primera vez que iniciaba contacto físico con su tío.
Gabriel pareció momentáneamente sorprendido, pero luego apretó suavemente la pequeña mano en la suya. permanecieron así por un momento, unidos por el recuerdo de alguien que de diferentes maneras había marcado sus vidas. “Puedes venir aquí cuando quieras”, dijo Gabriel finalmente. “Quizás encuentres algo que te ayude a conocer mejor a Alejandro.
” “Gracias”, respondió Mateo, genuinamente conmovido por el ofrecimiento. Al salir de la habitación, Gabriel no cerró la puerta con llave. Era un pequeño gesto pero significativo. Un espacio que había estado cerrado durante años, ahora estaba abierto para Mateo como una invitación a explorar su herencia. Esa noche, durante la cena, Mercedes notó algo diferente en la dinámica entre Gabriel y Mateo.
La habitual formalidad había dado paso a una comodidad que no existía antes. Conversaban con más naturalidad, incluso compartieron algunas risas recordando la cara de asombro de Mateo cuando descubrió el cine privado. Es más grande que los de los centros comerciales. Parece que tuvieron un buen día, comentó Mercedes con una sonrisa mientras servía el postre.
El mejor en mucho tiempo respondió Gabriel y Mateo asintió en silencio, compartiendo el sentimiento. Después de la cena, mientras Mateo preparaba sus materiales para el colegio del día siguiente, escuchó el timbre de la puerta principal. Normalmente no prestaba atención a las visitas de Gabriel, que solían ser asociados de negocios o en ocasiones abogados para discutir su situación legal, pero esta vez algo lo impulsó a asomarse discretamente al pasillo.
Desde allí podía ver parcialmente el vestíbulo donde Mercedes recibía a un hombre de mediana edad, vestido con traje oscuro y expresión seria. No parecía un socio comercial habitual. Don Gabriel lo espera en el despacho, escuchó decir a Mercedes, “Por aquí, por favor.
” Mateo esperó unos minutos y luego, movido por una curiosidad que no pudo contener, bajó silenciosamente las escaleras y se acercó al despacho. La puerta estaba entreabierta, permitiéndole escuchar fragmentos de la conversación. “Confirmado la ubicación”, decía la voz del visitante. “Está en Mendoza usando otro nombre. No ha sido fácil dar con él. ¿Estás completamente seguro? La voz de Gabriel sonaba tensa.
No podemos permitirnos errores en esto. Positivo. Tenemos fotografías recientes y coincidencia de huellas dactilares. Es Alejandro, sin duda. Mateo contuvo la respiración. Estaban hablando de su padre biológico. Lo habían encontrado. ¿Cuál es su situación actual? Preguntó Gabriel. Trabaja como profesor de ciencias en un colegio secundario rural.
Vive modestamente, está limpio, por lo que pudimos averiguar. Nada de drogas o actividades ilegales en los últimos años. Hubo un silencio prolongado antes de que Gabriel hablara nuevamente. ¿Sabe sobre el niño? No hay indicios de que conozca la existencia de Mateo, respondió el visitante. Pero si fue parte de ese proyecto, debe saber que existía la posibilidad. Otro silencio.
Mateo podía imaginar a Gabriel considerando cuidadosamente sus opciones. Prepara todo para un viaje a Mendoza dijo finalmente. Pero no hagas contacto aún. Necesito hablar con Mateo primero. Esto lo afecta directamente a él. Como diga, señor. ¿Algo más? Sí. Asegúrate de que Alejandro no se entere de que lo hemos localizado. No sabemos cómo reaccionará.
Mateo escuchó pasos acercándose a la puerta y rápidamente se retiró, subiendo las escaleras tan silenciosamente como había bajado. Su corazón latía aceleradamente. Su padre estaba vivo. Estaba en Mendoza, era profesor. En la seguridad de su habitación intentó procesar esta nueva información. ¿Qué significaba para él? Quería conocer a Alejandro.
Y si su padre lo rechazaba al saber que era producto de un experimento, o peor aún, si quería reclamarlo solo por eso mismo. Los golpes en su puerta interrumpieron sus pensamientos. Adelante, dijo, intentando que su voz sonara normal. Gabriel entró, su expresión seria, pero tranquila. Tenemos que hablar, Mateo. Dijo sentándose en el borde de la cama. Es sobre Alejandro.
Mateo consideró fingir sorpresa, pero algo en la mirada de Gabriel lo hizo optar por la honestidad. Lo escuché, admitió. Sé que lo encontraron en Mendoza. Gabriel no pareció molesto por la confesión. Debería haber cerrado mejor la puerta, comentó con una leve sonrisa. Aunque quizás sea mejor así. ¿Qué piensas al respecto? Mateo reflexionó antes de responder. No lo sé, dijo finalmente. Una parte de mí quiere conocerlo, saber si realmente soy como él, pero otra parte tiene miedo. Es comprensible.
Asintió Gabriel. No tienes que decidir ahora. Ni siquiera tienes que conocerlo si no quieres. Esto debe ser completamente tu decisión. Y si él quiere conocerme, si quiere llevarme con él. Gabriel negó firmemente con la cabeza. legalmente no tiene ese derecho y aunque lo tuviera, no permitiría que te llevaran contra tu voluntad. Esta es tu casa ahora, Mateo.
Tu lugar está aquí si así lo deseas. El niño asintió reconfortado por la seguridad en la voz de Gabriel. ¿Usted irá a verlo? Preguntó. Sí, respondió Gabriel. Independientemente de todo, es mi hermano. Han pasado 9 años. Necesito hablar con él, entender qué pasó, por qué desapareció. ¿Puedo puedo ir con usted? La pregunta salió casi como un susurro. Gabriel lo miró sorprendido.
¿Estás seguro? Mateo asintió lentamente. No tengo que hablar con él si no me siento listo, explicó. Pero quiero verlo aunque sea de lejos. Necesito saber de dónde vengo para entender quién soy. Gabriel estudió el rostro del niño buscando signos de duda o miedo. En cambio, encontró determinación. De acuerdo, concedió finalmente. Podemos ir este fin de semana. Será un viaje discreto.
Veremos a Alejandro y decidiremos los siguientes pasos según cómo te sientas. Esa noche, Mateo durmió sorprendentemente bien. La incertidumbre que había sido su compañera constante durante años comenzaba a disiparse. No tenía todas las respuestas sobre su origen o su futuro, pero ya no estaba solo en la búsqueda.
El resto de la semana transcurrió con una mezcla de nerviosismo y anticipación. Mateo se concentró en sus clases, en su amistad con Lucía, aunque ahora, sabiendo la conexión de Ricardo con su pasado, la relación tenía un matiz diferente en la normalidad que tanto había anhelado. Gabriel, por su parte, organizó meticulosamente el viaje a Mendoza, asegurándose de que todo estuviera preparado para cualquier eventualidad.
Reservó habitaciones en un hotel discreto, pero confortable. coordinó con su investigador privado los detalles logísticos e incluso consultó con su abogado sobre las implicaciones legales de un posible reencuentro entre Alejandro y Mateo. El viernes por la tarde, mientras Mateo preparaba una pequeña maleta para el viaje del día siguiente, Gabriel tocó a su puerta.
“Hay algo que quiero darte”, dijo extendiendo un sobre Manila. Mateo lo abrió con curiosidad. Dentro había documentos legales con el escudo de la República Argentina. Son los papeles preliminares de custodia, explicó Gabriel. Mi abogado los trajo esta mañana. Una vez que los firme un juez, seré oficialmente tu tutor legal. Nadie podrá separarnos sin tu consentimiento.
Mateo pasó los dedos por el papel oficial, sintiendo el peso de lo que representaba. pertenencia, seguridad, un futuro. Gracias, dijo la palabra insuficiente para expresar lo que sentía. ¿Hay algo más?”, añadió Gabriel sacando una pequeña caja del bolsillo de su chaqueta. “Esto era de mi madre, tu abuela. Creo que le habría gustado que lo tuvieras.
” Dentro de la caja había un reloj de bolsillo antiguo de plata con grabados intrincados. Al abrirlo, Mateo descubrió una inscripción en el interior. El tiempo revela la verdad. Era su frase favorita, comentó Gabriel con nostalgia. Creía firmemente que con suficiente tiempo todas las verdades salen a la luz y todas las heridas sanan. Mateo cerró el reloj con cuidado y lo apretó en su mano. Lo cuidaré, prometió.
Sé que lo harás, respondió Gabriel con una sonrisa genuina. Descansa ahora. Mañana será un día importante. Mientras Gabriel se retiraba, Mateo lo llamó una última vez. Gabriel, sí, gracias por encontrarme en la estación de Subte aquel día. Gabriel se detuvo en el umbral, visiblemente conmovido. No, Mateo, gracias a ti por aferrarte a mi abrigo, por darme una segunda oportunidad de tener una familia.
Con esas palabras, cerró suavemente la puerta, dejando a Mateo con una sensación de calidez que nunca antes había experimentado. Esa noche, antes de dormir, el niño sacó de debajo de su almohada la fotografía arrugada de su madre. La miró largamente, como despidiéndose no de su recuerdo, sino del dolor asociado a él.
“Estaré bien, mamá”, susurró. “He encontrado mi lugar.” Colocó la fotografía junto al reloj de su abuela en la mesita de noche, su pasado y su futuro, juntos, pero en paz. Mañana viajaría a Mendoza para posiblemente conocer a su padre biológico para completar el rompecabezas de su origen. Pero independientemente del resultado de ese encuentro, Mateo sabía que ya no estaba perdido.
De aquel niño que sobrevivía en los túneles oscuros del subte quedaban solo recuerdos y lecciones aprendidas. El Mateo, que ahora cerraba los ojos, era un niño con un hogar, con educación, con alguien que lo protegería y guiaría. Un niño que, a pesar de su origen extraordinario, podría tener una vida normal, incluso extraordinaria en sus propios términos.
Con ese pensamiento reconfortante, se quedó dormido, listo para enfrentar lo que el destino le deparara en Mendoza, sabiendo que ya no lo enfrentaría solo. Oh.