“Un hombre empapado pidió entrar a mi casa… sin saber que yo lo estaba esperando sin reconocerlo. Lo que pasó después no lo imaginé.”

“Llamó a mi puerta empapado por la tormenta. Nunca imaginé que ese hombre era la razón por la que había limpiado mi casa todo el día.”

Ese viernes llevaba horas limpiando como si fuera a llegar el presidente. Pulí el piso, preparé galletas de avena (aunque soy alérgica) y hasta encendí la vela aromática buena, la que guardo para momentos importantes.

No era cualquier día.

Iba a venir Eduardo Monreal, el CEO de una empresa tecnológica que está revolucionando el campo en México. Un tipo difícil de atrapar. Yo, Mariana Duarte, periodista freelance, llevaba meses rogando esa entrevista. Y por fin, él mismo me escribió:

“Estoy de paso por San Miguel de Allende. Puedo pasar a tu casa si gustas. Me gustan los ambientes informales.”

Informal, dijo. Pero yo traía blusa de seda, tacones y hasta me pinté la boca (aunque me los terminé comiendo con las galletas). A las seis en punto empezó a llover a cántaros, de esos aguaceros que apagan el WiFi y levantan las coladeras.

A las seis y veinte, tocan la puerta.

Fui con el corazón acelerado. Abrí.

Un hombre alto, con traje empapado, corbata floja y sonrisa medio apenada, me miró como si fuera su única esperanza.

—Perdón que lo diga así, pero… ¿me dejaría pasar a resguardarme un rato? Mi coche se quedó allá abajo, la tormenta me agarró sin aviso y no hay ni una tienda abierta cerca.

Lo miré con desconfianza.

—¿No viene por la entrevista?

—¿Entrevista? No… solo soy un tipo con mala suerte y pies mojados. Le juro que no soy ladrón.

Su tono era educado, su acento chilango leve. Tenía algo… familiar. Y sus ojos, de un verde profundo, me pusieron nerviosa sin saber por qué.

—Pásele —dije al fin, aunque no muy convencida—. Pero no me robe nada, ¿eh?

Soltó una risa tan sincera que me hizo reír también. Se quitó los zapatos en la entrada sin que se lo pidiera.

—Gracias, de verdad. Si quiere le ayudo a secar ese tapete. Me siento mal de estar aquí sin avisar…

—No pasa nada, total. Ya estaba esperando a alguien más, pero seguro se retrasó.

Nos sentamos. Le ofrecí té. Me dijo que sí, que le encantaba el de manzanilla con miel. Me sorprendió. Hablamos del clima, del mal estado de las calles, y luego de libros. Le recomendé uno de Elena Garro, me dijo que amaba a Ibargüengoitia.

Me estaba cayendo demasiado bien para ser un completo desconocido.

Entonces, vi su reloj.

Un Patek Philippe.

Y ahí algo me hizo clic.

—Disculpa… ¿tú cómo te llamas?

Sonrió, esa sonrisa suya medio traviesa.

—Eduardo. Eduardo Monreal.

Me atraganté con el té.

—¿Perdón? —pregunté, limpiándome la boca con servilleta como si eso me devolviera la dignidad.

—Eduardo Monreal —repitió, sin quitar esa sonrisa entre cómplice y divertida.

Me le quedé viendo como si se me hubiera aparecido Luis Miguel con impermeable. ¡¿Cómo que Eduardo Monreal?!

—¿El Eduardo Monreal de Agrotech Solutions? ¿El que tenía cita conmigo hoy a las seis?

—El mismo —dijo—. Aunque no esperaba que me reconocieras así, con el cabello como sopa instantánea.

Me cubrí la cara con las manos.

—¡Dios mío! ¡Te hice esperar! ¡Te abrí como si fueras un desconocido! ¡Te ofrecí té como señora de telenovela!

—Y me encantó —respondió él, con voz cálida—. Es la mejor recepción que me han dado. Y créeme, he estado en muchas oficinas frías con café mal hecho.

Me reí, aunque aún quería que me tragara la tierra. Pero él no parecía molesto. Al contrario. Se recargó en el sillón, relajado, mirando alrededor.

—¿Sabes? Estoy harto de entrevistas ensayadas, con luces, cámaras y frases de cajón. Me gusta cómo empezó esto. Espontáneo. Humano.

—¿Quieres que empecemos?

—Ya empezamos, ¿no?

Y entonces, entre sorbos de té, me contó su historia. Que no viene de familia rica, que su papá era campesino en Jalisco, que aprendió a programar con computadoras prestadas en la prepa, y que lo que más le importa no son los millones, sino las personas que pueden dejar de irse a Estados Unidos gracias a las herramientas que su empresa da al campo mexicano.

Yo lo escuchaba entre asombro y respeto. Tenía respuestas claras, humor agudo, y una forma de ver el mundo que me hizo pensar que no todos los millonarios son robots disfrazados de humanos.

Casi sin darnos cuenta, pasaron tres horas. La tormenta paró. Y en vez de irse, me ayudó a recoger los vasos, a guardar los platos y hasta secó el fregadero con cuidado.

—¿Siempre ayudas a limpiar donde entrevistas?

—Solo cuando me tratan como en casa —dijo.

Antes de irse, me pidió que le mandara el borrador antes de publicar.

—Claro —le dije.

—Y… Mariana, ¿tú escribes solo de negocios?

—No. A veces escribo cuentos. Y a veces, historias que parecen cuentos, como esta.

Sonrió. Y antes de salir por la puerta, me miró y dijo:

—Pues si algún día te da por escribir una historia de amor… ya tienes material.

Han pasado dos semanas.

Mi entrevista con Eduardo se volvió viral. Todos querían saber más de “la periodista que casi no reconoce al CEO del año”. Pero a mí lo que me importó no fue el número de clics, sino el mensaje que me llegó una noche:

“Estoy de nuevo en San Miguel. ¿Tienes té de manzanilla?”

Le respondí que sí. Que tenía té… y quizá también un cuento pendiente por escribir.