Todos pasaban a mi lado, sin verme. Pero ese frasco en mis manos guardaba una historia que nadie esperaba.
Desde que me jubilé, la calle fue mi nueva casa. Me llamo don Rafael, tengo setenta y cinco años y nadie sabe que llevo conmigo el recuerdo más doloroso de mi vida. Caminando por el Centro Histórico de Ciudad de México, la gente me ve como un viejo mendigo más, pero mi historia es otra.
Todos los días, bajo el sol o la lluvia, me siento en la esquina de la plaza principal con mi frasco de cenizas en la mano. La gente pasa rápido, algunos me dan una moneda o un poco de comida, otros ni siquiera me miran.
Una tarde, mientras pedía algo para el sustento, una mujer se detuvo y me dijo:
—Señor, ¿ese frasco que lleva? ¿Es de su esposa?
Le miré y sonreí con tristeza.
—No, señora, no es de ella —respondí, con voz débil—. Es de mi hija.
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Nadie en la plaza sabía esa historia.
Mi hija, Mariana, fue todo para mí. Era joven, llena de sueños, y cuando quedó embarazada, el padre la abandonó sin piedad.
—“Papá, no sé qué hacer, él me dejó sola”, me dijo una noche con la voz rota.
Intenté protegerla, pero la vida es dura. Mariana desapareció poco después del parto. La busqué por todos lados, pero sólo encontré el vacío.
Cuando la encontré, ya era demasiado tarde. Había fallecido y me dejaron a mí con ese frasco que guarda sus cenizas.
Una noche, en la plaza, una niña pequeña se acercó y me preguntó:
—¿Por qué guarda eso, abuelo?
Le tomé la mano y le dije:
—Es lo que queda de alguien a quien siempre amaré, aunque ya no esté aquí.
El peso de la soledad y el amor se mezclaban en mi corazón.
Una mañana, un joven periodista se sentó a mi lado.
—Don Rafael, ¿me puede contar su historia? Quiero ayudarle.
Al principio dudé, pero al ver su sinceridad, decidí abrir mi alma.
—Es la historia de un padre que perdió a su hija y encontró en este frasco la razón para seguir adelante.
Su artículo salió en el periódico al día siguiente, y la gente comenzó a verme diferente. No como un mendigo, sino como un hombre que lleva en sus manos la memoria de un amor inmenso.
Una señora se me acercó con una canasta de comida y me dijo:
—Gracias por compartir su historia. Nos recuerda que detrás de cada persona hay un mundo que no vemos.
Sentí que mi soledad se desvanecía un poco.
Y aunque el frasco siempre estará conmigo, ahora sé que no estoy solo.
Camino cada día con paso firme y el frasco en el bolsillo, no como un peso, sino como un tesoro que guarda lo más valioso que tuve.
Y cada vez que alguien me pregunta, sonrío y digo:
—Es la memoria de mi hija. Y mientras la lleve conmigo, ella nunca se irá.