Todos lo acusaban de ambicioso… hasta que su madre abrió la libreta de ahorros.

Desde que falleció el papá, en la casa de los hermanos de Tadeo no se ha vivido un solo día de paz.
El papá les dejó a los tres hermanos un terreno a cada uno, pero dijo claramente que el huerto del final del barrio, valorado en 300 mil pesos, se debía conservar “para mantener el altar familiar”.

Pero el año pasado, cuando su mamá cayó enferma y fue hospitalizada, Tadeo vendió en silencio ese terreno a don Ernesto, el vecino, para conseguir dinero y así pagar los medicamentos y reparar el techo de la casa.

Cuando Tomás, el hermano mayor, se enteró, se enfureció. Acusó a Tadeo de “adueñarse de lo que era de todos” y, en un arrebato, llevó a su madre enferma hasta la casa de Tadeo. Entre gritos y llanto, le reclamó:

— ¡Papá dejó ese terreno para que mamá tuviera con qué vivir! ¡Si ya lo vendiste, entonces entrégale por lo menos 200 mil pesos!

Tadeo, dolido, con años de frustración acumulada, respondió con voz temblorosa pero firme:

— ¡Y dime tú, Tomás! ¿Quién organizó el entierro de papá? ¿Quién llevó a mamá al hospital cada vez que estuvo mal? ¡Yo lo hice porque era mi responsabilidad, no por interés!
¿Acaso te vas a llevar el dinero cuando te mueras? ¿Tanto te cuesta dejar de ser tan ambicioso?

Esa frase fue como un balde de agua fría. Tomás perdió el control, tiró la silla al suelo, gritó más fuerte aún y llamó a toda la familia. En cuestión de minutos, el patio de la casa estaba lleno de parientes. Unos defendían a Tadeo, otros lo insultaban. El pueblo entero hablaba del escándalo.

La mamá, entre sollozos, sólo alcanzaba a decir:

— Lo único que quiero es que no se destruyan como familia por un poco de dinero…

Y justo en el momento más tenso, se escuchó una moto detenerse frente al portón.
Era don Ernesto, el vecino que había comprado el terreno. Entró con paso firme, cargando una carpeta de documentos. Con voz pausada, dijo:

— Vengo a aclarar las cosas, para que no haya malos entendidos.
El día que Tadeo me vendió el terreno, él no aceptó ni un solo peso.
Los 300 mil pesos que se pagaron, él me pidió que los pusiera a nombre de la señora en una cuenta de ahorros. Aquí está el comprobante.

El silencio se apoderó del lugar. La mamá, con manos temblorosas, abrió la libreta. Su nombre aparecía en la portada. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Tomás bajó la cabeza. No pudo decir una sola palabra. Solo alcanzó a tomar a su madre del brazo y ayudarla a entrar en la casa.

Desde ese día, nadie en la familia volvió a mencionar el tema de la herencia.
Lo único que quedó en la memoria de todos fueron las palabras de don Ernesto antes de marcharse:

Las riquezas se acaban al repartirlas. Lo único que permanece es el corazón agradecido y la verdadera devoción a la familia.