“Toda la vida me burlaron por ser pobre… hoy son ellos quienes se ríen de sí mismos por su propia estupidez… El final para aquellos que desprecian a los demás.”

Cuando cierro los ojos, aún escucho el eco de las risas burlonas de mi adolescencia.
En la secundaria, todo era una competencia absurda: quién tenía las zapatillas más caras, el celular más nuevo, la mochila de marca más reluciente. Yo no tenía nada de eso.

—“¿Otra vez con esa camiseta?” —decía Luciana, la chica más popular, con una mueca de desprecio cada vez que me veía entrar al aula.
—“Sí… es que me gusta mucho.” —respondía yo, forzando una sonrisa.

Lo que nadie sabía era que esa era la única prenda que poseía. Tras mi sonrisa fingida, el dolor me atravesaba como un cuchillo, pero jamás dejé que vieran mis lágrimas.

Mi madre trabajaba limpiando casas, inclinando la espalda durante horas en hogares que nunca serían nuestros. Yo la ayudaba como podía, pero el dinero apenas alcanzaba para el arroz, nunca para un par de zapatillas “a la moda”. En las noches de cansancio, ella siempre me susurraba:

—“Lo que llevas puesto no define quién eres. Nunca dejes que alguien te haga creer que vales menos por tu ropa.”

En aquel entonces no lo comprendía del todo, pero esas palabras quedaron grabadas en mí como una cicatriz invisible.

Con el paso de los años, descubrí una vieja máquina de coser en el altillo de mi abuela. Gruñía como un monstruo oxidado, pero me abrió un camino inesperado: podía transformar retazos en algo nuevo. Primero arreglaba la ropa de los vecinos, luego empecé a vender algunas camisetas hechas a mano en la feria del barrio. Nadie lo imaginaba, pero esa feria improvisada fue mi primera pasarela.

Trabajaba día y noche, a veces sin comer para comprar telas, a veces cosiendo con las manos heladas por no tener calefacción. Pero nunca me permití rendirme. Ahorré peso tras peso hasta que un día le puse nombre a mi sueño: mi propia marca de ropa.

Los años pasaron. El pequeño puesto se convirtió en una tienda. La tienda en tres. Y de pronto, mis diseños aparecían en revistas, en escaparates de centros comerciales, en pasarelas iluminadas por flashes.

Un día, regresé al barrio para visitar a mi madre y entré en una de mis tiendas. Allí la vi: Luciana, la misma que me había humillado en la escuela. En sus manos sostenía una blusa con el logo de mi marca.

—“¿Tú… eres la dueña de esto?” —preguntó incrédula al reconocerme.
—“Sí.” —respondí mirándola a los ojos, con una leve sonrisa—. “Bienvenida.”

Luciana guardó silencio, el rostro levemente enrojecido. Yo sonreí, no por venganza, sino porque entendí que la vida gira de maneras insospechadas.

Al final, nunca necesité vengarme. Porque ellos —los que alguna vez me despreciaron— terminaron vistiendo, con orgullo, lo que un día fue creado por las mismas manos que ridiculizaron.

El verdadero éxito no está en humillar a quienes te subestimaron, sino en demostrarte a ti mismo que lo imposible puede convertirse en realidad.