“¿Tiene hijos, maestra?”

La pregunta salió de repente una mañana gris, mientras los niños dibujaban a sus familias.
La maestra Teresa se detuvo. El gis cayó al suelo.
“No,” respondió con una sonrisa suave. “No tengo a nadie. Solo a ustedes.”

La mujer de la escuela

Teresa había enseñado durante casi treinta años en una pequeña comunidad rural de Oaxaca. Sin esposo, sin hijos, sin familia cercana. Vivía en un cuartito detrás del salón. Cada mañana abría la ventana y escuchaba el bullicio de los niños jugando, como si fuera su propio hogar.

Sus alumnos eran todo para ella. Recordaba cada nombre, cada rostro. Algunos la llamaban “mamá Teresa” en broma. Pero para ella, era el título más hermoso que había escuchado.

Amar sin apegarse

Amaba a los niños como si fueran suyos, pero nunca se acercaba demasiado. Sabía que algún día crecerían, se irían… y tal vez la olvidarían.

Cuando algún exalumno regresaba a visitarla, ella preparaba comida, café, preguntaba por su vida como una madre haría. Pero cuando se iban, solo sonreía y se despedía rápido… para que nadie viera sus ojos llenos de lágrimas.

Ricardo – el “casi hijo”

De todos sus alumnos, Ricardo era especial. Su padre había muerto y muchas veces se quedaba después de clase esperando a su madre. Una vez se durmió en sus brazos. Teresa pensó: “Si yo tuviera un hijo, sería como él.”

Diez años después, Ricardo volvió al pueblo, convertido en ingeniero. Invitó a Teresa a su casa en la ciudad. Ella dudó, pero aceptó, con la esperanza secreta de sentirse madre, aunque fuera por unos días.

Una visita que dolió

La casa era bonita. Todo moderno. Pero Teresa se sentía fuera de lugar. La esposa de Ricardo la llamaba “la maestra”, y le sirvió comida aparte. El hijo pequeño ni siquiera sabía quién era.

Esa noche, Teresa escuchó sin querer una conversación en la cocina:

— “¿Por qué la invitaste? No es tu mamá. Pobre señora, pero ni la conocemos.”

No se enojó. Solo sintió un frío en el pecho.
Al día siguiente pidió regresar temprano. Ricardo la llevó al autobús.

Antes de subir, Teresa lo miró a los ojos y dijo:

— “No me duele que me hayas olvidado. Me duele haber creído que yo era importante para ti.”

Regreso a lo que sí era suyo

Volvió a su salón. Nuevos niños. Nuevas risas. Ellos no sabían nada de su pasado. Pero cada vez que uno olvidaba su comida, Teresa compartía la suya. Y cada lágrima infantil encontraba consuelo en sus brazos.

Cuando alguien le preguntaba:

— “¿Tiene familia, maestra?”

Ella sonreía con calma:

— “No. Pero los tengo a ustedes, y eso basta.”

“Hay personas que no tienen familia de sangre, pero aún así saben amar como nadie.”