“Tenía un vuelo esperándome, una vida nueva adelante, pero esa mañana me encontré sentada en el suelo del aeropuerto, sosteniendo a un anciano desconocido que se había desplomado, como si él fuera lo único importante en el mundo.”
Vengo corriendo, con la mochila colgando de un solo hombro, y el café derramado en la manga. No es que haya dormido mucho, pero hay algo en los aeropuertos a las seis de la mañana que siempre me revuelve el estómago. No sé si es la mezcla de ansiedad con desarraigo, o simplemente que no soy buena para despedirme de nada.
Vuelo 742, destino Guadalajara. Puerta 23. Última llamada.
Suspiro. Me meto en la fila.
Miro a la gente: madres cargando mochilas y bebés dormidos, hombres de traje con ojos sin alma, adolescentes con audífonos. Y ahí, justo frente a mí, hay un señor de unos ochenta años, delgado, con el sombrero ladeado y una chaqueta de pana. Se tambalea un poco mientras saca su pase de abordar. Me llama la atención que viaje solo.
Cuando avanza la fila, me pasa algo que no olvidaré. Él intenta dar un paso… y de pronto se derrumba. Así. Como una hoja seca.
Un golpe sordo contra el suelo. La gente grita, alguien dice “¡Seguridad!”. Yo me quedo quieta unos segundos. Nadie se agacha.
— ¡Se desmayó! — grita una mujer, sin acercarse.
Sin pensarlo, corro hacia él, dejo caer mi mochila, y me arrodillo.
— Señor, ¿me escucha? ¿Está bien?
Tiene los ojos cerrados, respira entrecortado. Le tomo la mano, tibia pero temblorosa. Busco su pulso.
— ¡Oye! — le digo a un trabajador de Interjet que mira con cara de susto —. ¡Llama a emergencias, por favor! ¡Rápido!
Él asiente y corre. Yo me quedo ahí, en medio del pasillo, con el viejo en mis piernas. La gente empieza a rodearnos, pero nadie se acerca más de la cuenta.
— Tranquilo, don. Ya viene ayuda — le murmuro.
Sus ojos se entreabren. Murmura algo.
— ¿Qué dijo?
— Me… me llamo Julián — susurra —. El vuelo… mi nieto…
— No se preocupe por eso ahora. Quédese aquí conmigo.
Cuando llega la camilla, una paramédica joven me pregunta:
— ¿Usted es familia?
— No. Solo… estaba en la fila.
Me miran raro. Pero no me importa. Algo en los ojos del señor Julián me hizo quedarme.
Estoy en la sala de espera del área médica del aeropuerto. El vuelo 742 ya partió. Mi teléfono vibra.
Mamá: ¿Llegas a las 10? Tu tía hará pozole.
Le escribo:
Yo: No tomé el vuelo. Explico luego.
Levanto la vista. El reloj marca las 6:47. Me doy cuenta de que estoy sola. Nadie más ha preguntado por el señor Julián.
Una enfermera sale y me dice:
— Está estable. Fue una baja de presión fuerte. Pero está confundido. ¿Seguro que no es su pariente?
— No, pero… ¿no hay algún contacto de emergencia?
Ella niega con la cabeza. Me da una bolsa con sus pertenencias: un sombrero, un celular antiguo, una libreta de direcciones.
— Lo traía todo muy ordenado — dice ella, como disculpándose.
Abro la libreta. Números escritos con letra grande. Algunos tachados. Me detengo en uno que dice:
“Luis (mi nieto) – Guadalajara”
El número tiene ocho dígitos. Le falta la lada. Maldita sea.
Pruebo con “33” delante. El teléfono suena. Una, dos, tres veces.
— ¿Bueno?
— ¿Luis? — digo, nerviosa —. Disculpa, no me conoces. Estoy en el aeropuerto. Estoy con tu abuelo. Se desmayó. Está bien, pero… está solo.
Silencio. Luego una voz conmovida:
— ¿Mi abuelo…? Pero… ¿dónde?
— Aeropuerto de la Ciudad de México. Iba en el vuelo 742. ¿Lo esperabas?
— Sí… pero no sabía que ya venía. No me avisó. Dios mío…
— Está despierto. ¿Puedes hablar con él?
Le paso el celular a Julián, que ya está recostado con mejor color en el rostro. Lo escucho decir, con voz quebrada:
— Luisito… mijo… pensé que me iba a alcanzar el vuelo…
Y ahí, yo ya no puedo contener las lágrimas.
Tres horas después, estoy sentada en una banca, con un chocolate caliente entre las manos. La enfermera me da una palmadita en el hombro:
— Ya llegó el nieto.
Levanto la vista. Un joven de unos treinta años entra apresurado, con cara de susto y culpa. Lleva un suéter azul y ojos que se parecen a los del viejo.
Corre hacia la camilla.
— ¡Abuelo!
Julián sonríe. Se abrazan fuerte. Yo me hago a un lado, como si no perteneciera a ese momento. Pero antes de irme, el señor Julián me llama con la mano.
— No sé tu nombre — dice, con voz bajita.
— Me llamo Clara.
— Clara… gracias. Me quedé pensando que si tú no estabas… yo tal vez no estaría. ¿Por qué hiciste eso?
Me toma por sorpresa. No sé qué responder. Al final, le digo lo único que me sale del alma:
— Porque si fuera mi abuelo, me gustaría que alguien se quedara.
Luis me mira con los ojos húmedos.
— No sé cómo agradecerte.
— No es necesario — digo —. Solo llévalo con cuidado. Que no vuelva a viajar solo, ¿sí?
Nos reímos. Me ofrecen llevarme a casa, pero prefiero quedarme un rato más. Camino hacia los mostradores de aerolíneas, veo los tableros cambiar destinos: Cancún, Monterrey, Tijuana…
Pero yo no tengo prisa. Perdí un vuelo, sí. Pero gané algo que no sé cómo nombrar. Una pequeña certeza: a veces vale la pena quedarse.
Unas semanas después, recibo una carta. Es de Julián. Está escrita con letra temblorosa.
*Clara:
Espero que estés bien. Te escribo desde casa de Luis. Ya me cocina, me regaña y hasta me enseña a usar el WhatsApp. Solo quería decirte que no me olvido de ti. Gracias por no seguir caminando como todos los demás. Ojalá algún día pueda devolverte un poquito de lo que me diste: tiempo, calor y compañía.
Con cariño,
Julián.*
Guardo la carta en mi mochila. Al fondo, en un compartimento pequeño, junto a la tarjeta de embarque que nunca usé. La dejo ahí como recordatorio:
A veces, el asiento más importante no es el que te lleva lejos, sino el que te hace quedarte.