Solo una semana en la casa de mi esposo, descubrí el verdadero rostro de su familia.
Soy Anna, tengo 28 años y trabajo en la ciudad de México. Mi esposo, Marco, es ingeniero civil. Nos conocimos en una reunión de amigos y poco a poco su calma y responsabilidad me conquistaron.
Venía de una familia humilde de provincia, donde mis padres trabajaban duro y me enseñaron a ser paciente y respetuosa. Pensé que en esta nueva etapa como esposa encontraría un hogar tranquilo.
Pero desde el tercer día, todo cambió.
Mi suegra me obligó a levantarme a las cinco de la mañana para preparar el desayuno para toda la familia. Cada uno quería cosas diferentes: arroz con pollo para mi suegro, huevos con pan para Marco, y un sándwich para mi cuñada. Lo hice todo sin que nadie me agradeciera. Mi suegra llevó su comida a su cuarto y mi cuñada me dijo con desprecio:
—“Anna, tu comida no tiene sabor. Mejor cómetela tú.”
Al quinto día, me prohibieron usar la lavadora eléctrica para ahorrar luz y tuve que lavar todo a mano. Cuando le pregunté a Marco, solo dijo:
—“Déjale, así es mi mamá.”
Una noche, escuché a mi suegra y a mi cuñada hablando en la sala:
—“Mira a Anna, apenas lleva tres días aquí y ya se cree la dueña de la casa.”
—“Menos mal que se casó con Marco, así tenemos sirvienta gratis.”
Me quedé paralizada, con el corazón roto en silencio.
Al día siguiente, decidí irme sin decir nada. Antes de salir, escribí una nota:
“Perdón si fui una molestia. Llegué como esposa, no como sirvienta. Pero si no hay respeto, no puedo quedarme.”
Dejé la nota en el tocador y me fui
Al llegar a casa, mi mamá me abrazó fuerte y me dijo:
—“Aquí no te juzgan, hija.”
Pasaron dos días sin salir de mi cuarto, porque el dolor era demasiado grande.
Marco vino a buscarme, pidiendo perdón:
—“Anna, no sabía que te trataban así.”
Le respondí fría:
—“¿No sabías o no querías saber?”
Me dijo que si quería irme, se iría conmigo. Por primera vez vi miedo en sus ojos, no por perderme, sino por perder a quien amaba.
Tres días después, acepté regresar solo para despedirme. Mi mamá me acompañó. Cuando entré, mi suegra me dijo:
—“¿Por qué vuelves si no te queremos?”
Sonreí y le entregué la nota:
—“No vuelvo para quedarme, sino para terminar. No puedo ser esposa de una familia sin respeto.”
Marco se sentó junto a mí y dijo:
—“Mamá, nos vamos. Buscaremos un lugar donde nos respeten.”
Una semana después, nos mudamos a un pequeño apartamento en las afueras de la ciudad. Solo nosotros dos, sin gritos ni humillaciones.
Dos meses después, su madre llamó para invitarnos a la fiesta del pueblo con una disculpa sencilla.
Ese fue el primer paso hacia el perdón y el respeto.
Nunca quise ser reina de la casa de Marco, solo una esposa y hija con derecho a respeto.
Esa nota que dejé fue el fin y el principio: el inicio de vivir para mí misma, con dignidad y paz.