“Si tenés entrevista de trabajo y no podés pagar, el corte es gratis”



Recuerdo el día que pegué ese cartel en la vitrina. Mis manos temblaban un poco mientras alisaba los bordes con cinta adhesiva. Letras grandes, claras: “Si tenés entrevista de trabajo y no podés pagar, el corte es gratis”.

Mi socia, Marta, me miró desde el lavatorio.

—¿Estás segura? Ya sabes cómo está la cosa…

—Justamente por eso —le dije, dando un paso atrás para ver cómo quedaba—. Porque sé cómo está la cosa.

Los primeros días, nadie vino por el cartel. La gente pasaba, lo leía, seguía de largo. Algunos entraban a preguntar si era en serio. Les decía que sí, que trajera el comprobante de la entrevista o simplemente me contaran. Yo sabía cuándo alguien mentía y cuándo realmente lo necesitaba. Después de veinte años cortando pelo, una aprende a leer a las personas.

Fue un martes cuando él entró. Flaco, con un traje que le quedaba grande y zapatos gastados pero lustrados con esmero. Tendría unos cuarenta y pico, con ojeras profundas y ese aire de quien ha tocado muchas puertas.

—Buenos días —dijo desde la entrada, con voz insegura—. Vi el… el cartel.

—Adelante, pasá —le sonreí, señalando la silla—. ¿Cuándo es la entrevista?

—Mañana a las diez. Es para encargado de depósito —se sentó despacio, como si la silla pudiera romperse—. Hace ocho meses que busco. Esta es… bueno, esta podría ser la buena.

Le puse la capa y observé su reflejo en el espejo. Tenía el pelo largo, desprolijo, con canas desordenadas que le daban un aspecto descuidado. Pero sus ojos, sus ojos tenían esa chispa de esperanza que no se apaga del todo.

—¿Cómo te llamás?

—Roberto.

—Bueno, Roberto, te voy a dejar impecable. Contame, ¿qué experiencia tenés?

Mientras yo trabajaba, él habló. Me contó de su trabajo anterior en una empresa que cerró, de sus dos hijas adolescentes, de cómo su mujer hacía milagros con lo poco que entraba por changas.

—Sabe qué es lo peor —dijo en un momento, mirándose en el espejo—. No es el hambre ni las cuentas. Es la mirada de mis hijas cuando me ven volver sin nada. Y ver cómo mi señora finge que todo está bien.

Trabajé en silencio unos minutos, emparejando, dando forma. Cada corte era un acto de devolverle algo que el mundo le había quitado: su confianza.

—Levantá la cabeza —le pedí con suavidad—. Para arreglar el cuello.

Cuando terminé, lo hice girar hacia el espejo. Su expresión cambió. Se tocó el pelo, se miró de perfil, de frente. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Parezco… parezco yo otra vez —susurró.

—Siempre fuiste vos, Roberto. Solo necesitabas que alguien te ayudara a verlo.

Se levantó, se quitó la capa. Buscó en el bolsillo.

—No tengo para pagarle, pero tengo esto —sacó un billete arrugado—. Son veinte pesos. Sé que no alcanza, pero…

—Roberto —puse mi mano sobre la suya—. Guardá esa plata. Comprale algo lindo a tus nenas.

Se le quebró la voz:

—No sabe lo que significa esto para mí. No es solo el corte. Es… es que alguien me trate como una persona. Como si importara.

—Importás —le dije, apretándole el hombro—. Y mañana vas a conseguir ese trabajo. Vas a entrar ahí y les vas a mostrar quién sos.

Nos abrazamos. Fue uno de esos abrazos que dicen más que mil palabras.



Pasaron dos semanas. Ya me había olvidado un poco del episodio cuando la puerta se abrió y entró Roberto. Traía puesto un uniforme de trabajo limpio y en las manos, un ramo de flores modestas pero hermosas.

—¡Roberto! —grité, y Marta salió corriendo del fondo.

—Me dieron el trabajo —dijo con una sonrisa enorme—. Empecé hace una semana.

Se acercó y me dio las flores.

—Esto es para usted. No alcanza para agradecerle lo que hizo.

—¿Y qué hice? —le pregunté, con los ojos húmedos—. Solo te corté el pelo.

—No —negó con la cabeza—. Usted me devolvió la dignidad. Entré a esa entrevista sintiéndome capaz, sintiéndome visible. Me miré al espejo antes de entrar y pensé: “Ese tipo del espejo puede con esto”. Y pude.

Marta se secaba las lágrimas con el delantal. Yo abracé a Roberto otra vez.

—Lo hiciste vos solito, campeón. Yo solo te arreglé el flequillo.

Antes de irse, se dio vuelta en la puerta:

—¿Sabe qué hice ayer? Traje a mis dos hijas a comer un helado. Hacía meses que no podíamos hacer algo así. La más chica me dijo: “Papi, volviste”. Y tiene razón. Volví.

Cuando se fue, me quedé mirando las flores. Marta se acercó y me pasó el brazo por los hombros.

—¿Viste? Te dije que era buena idea el cartel.

—No —le sonreí—. Vos me dijiste que estaba loca.

—Bueno, son las mejores ideas —se rio.

Esa noche, mientras cerraba el local, miré el cartel en la vitrina. Las letras ya estaban un poco despegadas por el sol. Lo arreglé con cuidado y agregué algo con marcador: “La dignidad no se cobra. Vení.”

No cambié el mundo. No hice nada extraordinario. Pero para Roberto, para sus hijas, para su familia, ese martes de corte gratis significó un nuevo comienzo.

Y a veces, un nuevo comienzo es todo lo que alguien necesita.

Las flores siguen en mi peluquería, secándose en un florero junto a la caja. Me recuerdan por qué hago esto. Me recuerdan que un simple gesto de humanidad puede ser el empujón que alguien necesita para volver a creer en sí mismo.

Porque al final, todos merecemos sentirnos dignos. Todos merecemos una oportunidad. Y si un corte de pelo puede ser esa oportunidad, entonces que sea gratis.