“Si la iglesia no protege al pueblo, ¿qué sentido tiene rezar?” — susurró el padre, mirando la multitud aterrada.

El Padre Joaquín estaba sentado en la pequeña iglesia, con las manos temblorosas sosteniendo una vela que estaba a punto de apagarse. Afuera, el ruido de gritos y pasos de manifestantes resonaba en el aire frío de la noche.

— ¿Dónde está Dios cuando más lo necesitamos? — susurró, con lágrimas en los ojos.

Joaquín era un hombre de fe profunda, pero en su interior había una tormenta. Sentía miedo y un conflicto constante entre su vocación de paz y su deseo de justicia para su pueblo oprimido.

Cada día veía cómo los pobres eran golpeados y silenciados solo por pedir dignidad.

— Padre, si habla contra el gobierno, usted será el siguiente — le advirtió un joven feligrés.

— ¿Y si guardo silencio? ¿Si dejo que sufran en silencio? ¿Qué clase de pastor sería? — respondió Joaquín, con la voz quebrada.

Un día, durante una misa, cuando soldados llegaron para dispersar a los fieles reunidos en oración, Joaquín se levantó y dijo:

— No estoy aquí para callar el sufrimiento, sino para darle voz.

Fue arrestado inmediatamente y acusado de incitar a la rebelión.

En la prisión, luchaba contra la soledad y la duda, pero su corazón seguía latiendo por aquellos que sufrían afuera.

Un día, el guardia le entregó un papel arrugado:

— Padre, no nos abandone. Su voz es nuestra esperanza.

Las lágrimas rodaron por su rostro. Entendió que la fe no siempre es silencio, sino a veces el valor de hablar en medio de la tormenta.

Joaquín no salió pronto. Pasó meses aislado, sin dejar de pensar y orar por su gente.

Su historia no terminó con un final feliz, pero su lucha se convirtió en una llama que iluminó el coraje de muchos corazones humildes.