—“¿Sabes que eres la última persona que esperaba ver aquí?” —Don Arturo me miró con una mezcla de sorpresa y desdén, sin saber quién era en realidad.
Me llamo Isabela y soy pasante en una de las empresas más importantes de Guadalajara. Tengo veintidós años, cara de sueño y mochila llena de ilusiones y apuntes. Trabajo en el área de administración, donde los cafés nunca son suficientes y las miradas suelen ser más cortantes que el calor de medio día.
Desde el primer día, noté cómo me miraban como si fuera un error, como si mi presencia fuera solo para hacer café o contestar llamadas. “¿La pasante otra vez? Mejor que no se equivoque” —susurraban los jefes en los pasillos, sin pensarlo mucho.
—Isabela, necesito que entregues esos documentos para la junta —me dijo don Arturo, el coordinador, con voz seca, sin siquiera mirarme a los ojos.
—Claro, señor —respondí, con la voz temblorosa pero firme.
Cada tarea era una prueba más. A veces sentía que mi nombre era solo una etiqueta que nadie quería recordar. Pero había algo que ellos no sabían: soy la hija de don Héctor Salinas, el socio mayoritario de la empresa.
Nunca lo dije, porque quería ganarme el respeto por mí misma, no por la herencia ni el apellido. Pero eso también significaba cargar con una doble vida, con la incertidumbre de cuándo todo explotaría.
Un día, después de entregar unos informes, escuché una conversación en la oficina del director.
—Esa muchacha no da la talla. No tiene ni idea de cómo funciona esta empresa —decía una voz grave, la de don Arturo.
—¿Sabes que es hija de Héctor? —respondió otra voz, más baja.
—Sí, pero aquí no importa quién sea. Tiene que demostrar que vale.
Eso me hirió más de lo que esperaba. Estaba atrapada entre dos mundos: el de la sangre y el del trabajo duro.
Esa tarde, en el pasillo, una compañera, María, se me acercó.
—Isabela, ¿todo bien? Te ves cansada.
—Es que a veces siento que no me quieren aquí —contesté, bajando la mirada.
—Mira, yo también he sentido lo mismo. Pero no dejes que eso te apague. Tú tienes algo que ellos no: ganas de aprender y no rendirte.
Su apoyo me dio fuerzas. Decidí entonces que no solo sería la hija de don Héctor, sino la mujer que demostraría con hechos.
La oportunidad llegó cuando un problema grande apareció: un error en un reporte financiero que podía costarle millones a la empresa.
Nadie sabía quién lo había cometido. El ambiente estaba tenso, y don Arturo buscaba culpables.
—Isabela, revisa los archivos de la semana pasada. Necesitamos respuestas —me ordenó, sin darme tiempo a protestar.
Pasé horas revisando cada línea, cada número, hasta que encontré algo extraño: un dato mal colocado, pero que nadie había visto.
Con miedo, me acerqué al director.
—Señor, creo que este error no fue por descuido, sino por un problema en el sistema que afecta varias áreas —dije, mostrando mis notas.
Don Arturo frunció el ceño, luego me miró a los ojos.
—¿Estás segura?
Asentí con firmeza.
Al día siguiente, Héctor, mi padre, llegó a la oficina. La tensión se cortaba con un cuchillo.
—Quiero conocer a la joven que ha estado trabajando tanto —dijo, con voz firme.
—Soy yo, don Héctor —respondí, tratando de controlar el temblor en la voz.
El silencio duró un segundo que se sintió eterno. Luego, don Arturo se levantó.
—Isabela, tienes todo mi respeto. Has demostrado más que cualquiera en este lugar.
Con el tiempo, no solo gané el respeto de mis compañeros, sino que también empecé a trabajar en proyectos importantes. Mi apellido dejó de ser un secreto y se convirtió en un puente, no en un muro.
Aprendí que no es fácil romper los prejuicios, ni desprenderse de las etiquetas que otros ponen. Pero con pequeños actos de valentía, con trabajo honesto y humildad, se pueden abrir puertas que parecían cerradas para siempre.
Hoy, cuando veo a otros jóvenes pasar por lo mismo, les digo: “No importa de dónde vienes, sino hacia dónde vas, y cómo decides caminar”.
Porque en México, donde las apariencias a veces pesan más que la verdad, son esos pequeños gestos los que hacen la diferencia.