“¿Quieres salir libre? Pues consigue un abogado… o una buena madrina. Como si los pobres tuvieran de esas.”
—¿Y tú crees que porque eres pobre, la verdad te va a hacer caso?
Eso me preguntó un custodio, la noche más fría que recuerdo en prisión. Yo no le contesté. Solo miré mis manos manchadas de tinta azul… acababa de escribir mi solicitud de apelación número dieciocho.
Nací en Chiapas, en un pueblo donde el camión pasaba dos veces por semana y la policía solo aparecía para intimidar. Me llamo Juan Manuel Reyes. Mi papá murió en una obra en Cancún, mi mamá vendía tamales y apenas sabía leer. Yo era el mayor de tres hermanos.
Tenía 17 años cuando me arrestaron. Me acusaron de robar una tienda en el pueblo de al lado. No tenían pruebas, ni testigos. Solo tenían mi cara de pobre… y eso fue suficiente.
No tuve abogado. No supe defenderme. Firmé algo que ni entendía. Y de repente, estaba tras las rejas. Así nomás.
Al principio, no hablaba con nadie. No lloraba, tampoco. Solo escuchaba. Después empecé a escribir. Pedía papel como quien pide esperanza. Aprendí a leer bien gracias a don Arturo, un viejo que cuidaba la biblioteca del penal.
—¿Pa’ qué escribes tanto, si nadie te va a leer? —me dijo un interno una vez.
—No escribo para que me lean. Escribo para no olvidar que tengo algo que decir.
Al tercer año, llegó una abogada voluntaria. Se llamaba Lucía. Tenía voz firme y ojos que te miraban sin miedo. Ella sí leyó lo que escribí. Y me dijo algo que nadie me había dicho antes:
—Esto no es justo, Juan. Vamos a pelear.
Salí libre a los 22 años. El juez dijo que no había suficientes pruebas para condenarme. ¡Después de cinco años! Nadie me pidió perdón. Nadie me esperó afuera… salvo Lucía, con un par de zapatos nuevos en las manos.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
—Voy a regresar. Y voy a enseñarle a la gente lo que yo no supe. Que tienen derechos. Que no están solos.
En el mismo terreno donde nací, abrí un pequeño centro legal. Nada fancy. Una mesa, dos sillas y un letrero pintado a mano:
“Asesoría legal gratuita. No necesitas dinero, solo tu verdad.”
Al principio, la gente me tenía miedo. Unos decían que yo era criminal, otros cruzaban la calle para no saludar. Pero un día, una señora viuda se animó. Le querían quitar el terreno. La ayudé a escribir una carta al juez. Ganó.
Después vino un muchacho que no le pagaban en la maquila. Luego una chavita acosada por su jefe. Poco a poco, la gente empezó a llegar.
No soy abogado. Pero sé cómo se siente que nadie te escuche. Y eso basta para empezar.
Una vez, un periodista vino desde la ciudad a entrevistarme. Me preguntó:
—¿No tienes rencor? ¿No estás enojado con los que te metieron preso?
Yo solo miré el viejo cartel en mi puerta y le respondí:
—Antes pensaba que perdonar era dejar que ellos ganaran. Ahora sé que perdonar es lo único que me deja vivir en paz.
No tengo trofeos. No salgo en la tele. Pero todos los martes, en esta casa con paredes de adobe, alguien toca mi puerta buscando que alguien lo escuche. Y mientras eso siga pasando… yo estaré aquí.