Pensé que la vecina era metida. Hasta que supe que me dejaba comida porque notó que no cenábamos.

La primera vez que la señora Marta tocó mi puerta fue un martes por la noche. Yo acababa de acostar a los niños después de darles cereal con leche —otra vez— y estaba desplomada en el sofá cuando sonó el timbre.

“Buenas noches, disculpa la hora,” dijo con una sonrisa amable. Traía un tupper en las manos. “Hice demasiado guiso y se me va a echar a perder. ¿Te lo quedas? Sería un favor.”

Dudé. No nos conocíamos más allá del saludo en el pasillo.

“No quiero molestar…”

“Por favor, mija. Mi marido ya no come tanto y yo sola no puedo con todo esto.”

Acepté por educación. El tupper pesaba. Olía a comida de verdad, a hogar.

Al día siguiente, cuando llegué del trabajo, había otro tupper en mi puerta. Arroz con pollo. Una nota decía: “Se me pasó la mano otra vez.”

Los niños comieron como si fuera Navidad. Mateo, el mayor, repitió dos veces. Lucía se manchó toda la playera de felicidad.

“Mamá, ¿por qué la señora nos da comida?” preguntó Mateo mientras lo ayudaba con la tarea.

“Porque es amable,” dije, aunque por dentro empezaba a sentir algo incómodo. ¿Notaba algo? ¿Se daba cuenta?

El viernes fue sopa. El lunes, lentejas. El miércoles, albóndigas.

Empecé a esquivarla en el pasillo. Me daba vergüenza. Orgullo herido, supongo. Yo podía con mis hijos. Yo podía sola. No necesitaba caridad de nadie.

Una tarde la encontré en el supermercado. Yo llevaba pan y leche en el carrito. Nada más. Ella tenía el suyo lleno.

“Hola, vecina,” me saludó como siempre.

“Hola,” murmuré, desviando la mirada hacia los estantes.

“Oye, ¿te molesta que siga compartiendo comida? Es que cocino por costumbre, ¿sabes? Cuarenta años haciéndolo para cuatro personas y ahora somos dos. Las mañas no se quitan.”

Me quedé callada.

“Si te incomoda, dímelo. No quiero ser metida.”

“No es eso…” Se me quebró la voz sin querer. Carraspée. “Es que… no quiero que piense que…”

“¿Que qué?” Su voz era suave. Sin juicio.

No pude responder.

“Mira,” dijo poniéndome una mano en el brazo. “Mis hijos ya crecieron. Mi hija vive en otro estado. Mi hijo, bueno… ya ni llama mucho. Cocinar para alguien que lo necesite me hace sentir útil todavía. ¿Me entiendes?”

Se me llenaron los ojos de lágrimas ahí mismo, entre los pasillos del supermercado.

“Además,” agregó con un guiño, “tu niño me dijo que soy mejor cocinera que su abuela. Eso no tiene precio.”

Me reí entre lágrimas.

Esa noche, después de que los niños devoraran el estofado que Marta había dejado, Mateo me preguntó:

“¿Por qué llorabas en la tienda, mamá?”

“Porque a veces la gente es buena sin razón,” le dije acariciándole el pelo.

“La señora Marta es buena,” dijo Lucía con la boca llena.

“Sí, mi amor. Muy buena.”

Pasaron semanas. Yo comencé a dejarle galletas que hacía con los niños los domingos. Nada del otro mundo, pero algo. Marta siempre mandaba una nota: “Las mejores galletas del edificio.” Escrito por Gisel Dominguez.

Un día me atreví a tocar su puerta.

“Señora Marta, ¿le gustaría cenar con nosotros mañana? Los niños quieren que pruebe el espagueti que hacemos.”

Su sonrisa arrugó toda su cara.

“Me encantaría, mija. Me encantaría.”

Ahora, cuando la gente me pregunta quién me ayuda con los niños, digo la verdad:

“Mi vecina del 3B.”

No digo que pensé que era metida. No cuento las veces que evité su mirada porque mi orgullo pesaba más que mi hambre. No menciono las noches en que sus tuppers salvaron mis días imposibles.

Solo digo que es buena gente.

Y que a veces, la bondad no hace ruido. Solo toca tu puerta con un tupper caliente y una mentira amable sobre haber cocinado de más.

Porque la señora Marta sabía.

Siempre supo.

Y nunca me lo echó en cara.

Esa es la clase de humano que el mundo necesita más.