“¿Para qué recordar a los muertos si hasta los vivos ya nos olvidaron?”
— dijo Doña Socorro mientras quitaba las telarañas del marco de la vieja ventana. Sus ojos no mostraban tristeza, solo un vacío profundo. Elena tragó saliva y miró la casa donde, desde hace varios años, no se encendían copales, no se ponían calaveras de azúcar ni se escuchaban risas entre la nostalgia.
Elena había regresado del ciudad, no por la celebración, sino por el desempleo, un amor perdido y porque una noche soñó con su abuelo llamándola desde un altar cubierto de polvo.
El pueblo de San Antonio del Río solía celebrar el Día de Muertos durante tres días y tres noches: música, baile, pan de muerto, y flores de cempasúchil adornaban el cementerio.
Pero ahora… los niños no saben armar el altar, los adultos dicen estar “ocupados”, y los ancianos han partido, llevándose consigo los recuerdos que nadie más guarda.
Elena sentía enojo, pero aún más culpa. Ella formaba parte de ese pueblo. Creció, estudió en la ciudad, se olvidó.
Elena decidió revivir el Día de Muertos, no con una gran fiesta, sino con una noche sencilla, un altar común, un puente entre vivos y muertos.
Pero la respuesta no fue la esperada:
— “Eso es cosa del pasado, mijita.”
— “¿Y quién va a pagar por eso?”
— “Los jóvenes ya no creen en esas cosas.”
Hasta su madre evitaba el tema. Elena se sintió como una extraña en su propio pueblo. Quiso renunciar.
El primero de noviembre, Elena fue sola al cementerio. Llevaba algunas velas, flores de cempasúchil y una foto vieja de su abuelo.
Prendió las velas una a una y comenzó a hablarle, no en voz alta, sino como si él estuviera allí:
— “¿Recuerdas el pan que hacías con anís? ¿Y cómo decías que las almas caminan entre nosotros esta noche?”
De pronto, escuchó pasos.
Una niña con un ramo de flores, dos jóvenes con música bolero, y finalmente Doña Socorro con una taza de chocolate caliente.
El cementerio empezó a iluminarse, no con ruido, sino con un calor silencioso, como si alguien estuviera llamando a la memoria de cada uno.
No hubo fiesta grande ni cámaras de televisión.
Pero al día siguiente, la gente murmuraba:
— “El Día de Muertos de este año… fue diferente.”
— “Escuché a mi abuelo en el viento.”
— “Mi hija preguntó quién es su bisabuelo.”
Elena no sabía si se quedaría mucho tiempo en el pueblo, pero sabía que esa noche algo había revivido — entre los vivos y los muertos.
Y por primera vez en años, no se sintió sola.