Para probar a mi futura esposa, la llevé a una casa humilde en el campo. Pero al llegar y ver a mi madre anciana, ella sonrió… y me entregó algo que me dejó sin palabras.
“La prueba que nunca debí hacerle”
Quise probar el amor de mi prometida… pero al final, el que terminó avergonzado fui yo.
Soy Rodrigo Herrera, ingeniero civil y jefe de obra en una constructora importante de Guadalajara.
Mi novia, Camila López, es maestra de preescolar, una mujer dulce, sencilla y con un corazón enorme.
Llevábamos tres años juntos, y en pocas semanas íbamos a casarnos.

Pero conforme se acercaba la fecha, algo dentro de mí empezó a inquietarse.
No era por ella… sino por las historias que escuchaba a mi alrededor: amigos que se divorciaban al poco tiempo, hombres que se quejaban de que sus esposas habían cambiado, de que solo los querían por dinero.
Y entonces me vino una duda cobarde:
¿Camila me amaba a mí… o amaba la vida cómoda que podía darle?
Decidí ponerla a prueba.
Una semana antes de la boda, le dije que quería llevarla a conocer a mi mamá, doña Teresa, que vivía en el campo, en Jalisco.
Pero en lugar de llevarla en mi coche, la invité a tomar un autobús rural.
Y en vez de ir a la casa moderna donde realmente vive mi madre, la llevé a la vieja casita donde crecí: paredes agrietadas, techo de lámina, muebles casi destruidos.
Mi madre no estuvo de acuerdo al principio.
—Rodrigo —me dijo con su voz firme—, si amas, confías. No pongas trampas tontas.
Yo sonreí nervioso:
—Sólo esta vez, mamá. Quiero estar seguro.
Ella suspiró, pero aceptó ayudarme.
Se vistió con ropa vieja, fingió dolor de espalda y regresó por unos días a la casita abandonada.
El autobús nos dejó en la entrada del rancho. Apenas bajamos, Camila corrió a ayudar a mi madre.
—¡Suegrita! —dijo sonriendo—, qué gusto conocerla. ¿Cómo se siente? ¿No se ha cansado esperando?
La observé en silencio.
Ni una sola mueca de incomodidad, ni un gesto de asco o fastidio.
Durante todo el día, charló con mi mamá, cocinó, barrió el patio, lavó los trastes.
Yo intentaba descubrir algún signo de fingimiento, pero no encontré nada.
Hasta que, al anochecer, Camila se acercó a mí.
Sacó un papel doblado de su bolso y me lo entregó.
—Toma, léelo —me dijo con serenidad.
Lo abrí… y sentí cómo se me encogía el pecho.
Era un comprobante de transferencia bancaria por 150 mil pesos con el concepto:
“Para doña Teresa Herrera — remodelar la casa, arreglar el techo y comprar televisor.
No decirle a Rodrigo.”
Me quedé sin habla.
—¿Cuándo hiciste esto? —pregunté casi en un susurro.
Camila sonrió.
—Hace unas semanas. Cuando me contaste que tu mamá vivía sola en el rancho, pensé que la casa necesitaría arreglos. Pedí el número de cuenta a tu tía Norma. Quería que fuera una sorpresa para la boda…
Pero desde la mañana noté que estabas raro, mirándome con desconfianza, así que preferí entregártelo de una vez.
Me pasé la mano por el rostro, avergonzado.
—Entonces… sabías que todo esto era una farsa.
Ella bajó la mirada y asintió despacio.
—Lo sospeché. Cuando vi la ropa de tu mamá y cómo tú evitabas mirarme a los ojos… lo entendí.
—Perdóname, Camila —le dije con voz temblorosa—. Fui un idiota. No debí dudar de ti.
Ella respiró hondo, sin dejar de sonreír.
—Sí me dolió, Rodrigo. Pero si una sola prueba te ayuda a confiar en mí para toda la vida, valió la pena.
Solo te pido algo: la próxima vez que tengas miedo o dudas… háblame. No me pongas en un juego que yo no sé que estoy jugando.
Me tomó de la mano, con ternura, y sentí que el peso del mundo se me caía de los hombros.
Esa noche, entendí que las pruebas del amor no se hacen con trampas, sino con verdad.
Y que a veces, quien desconfía es quien más necesita ser probado.
Porque al final…
la única persona que debía pasar la prueba, era yo.