Olvidé apagar la estufa de gas cuando iba camino al trabajo, así que di la vuelta en medio de la carretera para regresar a casa.
Olvidé apagar la estufa de gas cuando iba camino al trabajo, así que di la vuelta en medio de la carretera para regresar a casa. Pero en cuanto abrí la puerta, me quedé helada por la escena frente a mis ojos…

Aquella mañana comenzó como tantas otras. Emma Paredes, de 29 años, contadora que vivía en Guadalajara, Jalisco, se movía de un lado a otro por su cálida cocina llena de luz, preparando el desayuno para su esposo antes de salir a la oficina. Siempre era la que se levantaba temprano: cocinaba, planchaba, acomodaba todo, asegurándose de que la casa estuviera perfecta, antes de tomar su bolso y salir apresurada.
Su esposo, Javier Morales, tenía un pequeño negocio en el Centro Histórico.
Pero últimamente algo había cambiado. Se había vuelto distante, distraído, siempre con prisa, saltándose las comidas y murmurando excusas sobre “juntas tempranas”.
Emma lo sentía. Le dolía en silencio, pero se repetía: Solo está bajo presión. El negocio lo tiene agotado.
Aquella mañana, el tráfico en Avenida Vallarta estaba imposible. Mientras Emma esperaba la luz verde, una ola de pánico la sacudió de repente.
—¡La estufa!
El corazón se le detuvo un segundo. Recordó que había estado friendo huevos, que su celular había sonado con una llamada de un cliente, que colgó, agarró su bolsa y salió corriendo…
Pero, ¿la había apagado realmente?
El pecho le retumbaba. Sin pensarlo, dio una vuelta en “U”, ignorando los claxonazos furiosos detrás de ella. “Si algo se incendia… si la casa explota… ¿y los vecinos?” pensó, mientras aceleraba a toda velocidad por las calles de su colonia.
Cuando por fin llegó, las manos le temblaban al abrir el portón.
Y en ese instante lo sintió: algo no estaba bien.
La puerta principal seguía cerrada, pero una tenue luz se filtraba por debajo de la puerta del dormitorio —una luz suave, titilante, como de velas—.
Eso no tenía sentido. Javier ya debía estar en su negocio.
Emma entró despacio. El aire olía raro —un perfume dulce, pesado, que no era el suyo—.
Su corazón empezó a latirle tan fuerte que podía escucharlo. Detrás de la puerta del cuarto se oían susurros, casi imperceptibles.
Sus dedos temblaron sobre la perilla. Empujó la puerta apenas un poco…
Y se quedó petrificada.
A través de la rendija, vio a Javier, medio vestido, recostado sobre la cama, abrazando a otra mujer. Ropa tirada por el suelo.
Y su voz —baja, confiada, cruel— cortó el aire:
—Es tan ingenua… todavía cree que estoy en una junta.
El mundo se detuvo.
Emma sintió cómo la sangre se le escapaba del cuerpo, la garganta se le cerró, y por un momento no pudo respirar. Quiso gritar, llorar, romper algo… pero entonces su mirada se desvió hacia la cocina.
Y ahí lo vio: la flama azul de la estufa, todavía encendida.
Paso a paso, caminó hacia ella. El leve silbido del gas llenaba el silencio de la casa.
La luz azul danzaba suavemente sobre su rostro pálido y quieto.
La observó fijamente —frágil, viva, constante—, como su matrimonio: seguía ardiendo solo porque ella lo mantenía así.
Entonces, con una calma extraña que ni ella misma reconocía, giró la perilla.
La flama se apagó.
Sin decir una palabra, recogió el desayuno frío que había preparado, limpió la mesa, se secó las manos y salió de la casa.
No hubo gritos. No hubo lágrimas. Solo silencio.
Momentos después, el sonido de la puerta principal al cerrarse hizo que Javier se sobresaltara. Se incorporó de golpe, pálido, lleno de pánico.
Corrió hacia la sala, aún medio vestido.
La casa estaba vacía.
Solo un papel doblado lo esperaba sobre la mesa.
Con manos temblorosas, lo abrió y leyó:
“Dices que soy ingenua. Tal vez tengas razón.
Pero si hoy no hubiera olvidado apagar el gas, esta casa habría explotado —
y no habrías tenido la oportunidad de traicionarme.
Gracias por recordarme que es momento de irme.”
Javier se dejó caer en la silla, el rostro blanco como el yeso.
De pronto lo recordó: la noche anterior había notado una pequeña fuga de gas cerca de la válvula. Había pensado en llamar al plomero, pero lo dejó pasar.
Si Emma no hubiera regresado, él y su amante habrían muerto esa misma mañana.
Meses después, Emma vivía tranquila con su madre en las afueras de San Miguel de Allende.
Abrió un pequeño cafecito cerca del mercado local.
Cada mañana, el sonido del aceite chispeando llenaba el aire, y una flama azul danzaba bajo el sartén —suave, constante, bajo su control.
Un cliente habitual, sonriendo, le preguntó un día:
—¿Por qué siempre miras la flama así?
Emma sonrió con ternura, los ojos brillando con el reflejo del fuego.
—Porque aprendí algo —respondió—.
A veces hay que apagar una flama… no para perder el calor, sino para salvarse a uno mismo.