[Ocho pisos de silencio] Subió con su novio al elevador… y lo que ocurrió entre el tercero y el octavo piso heló la sangre de todo el edificio.
ME GOLPEÓ CON 50 SOCOS EN EL ELEVADOR, PERO SOBREVIVÍ PARA VERLO PAGAR…

Era un martes por la noche en la colonia Roma Norte, Ciudad de México. El edificio Parque España, con sus 12 pisos de departamentos y sus pasillos silenciosos, estaba a punto de ser testigo de algo que cambiaría la vida de Lucía Mendoza para siempre. Lucía tenía 28 años. trabajaba como diseñadora gráfica en una agencia pequeña cerca de Insurgentes.
Era una mujer de sonrisa fácil, ojos cafés profundos y cabello negro largo que siempre llevaba recogido en una coleta. Esa noche vestía jeans, tenis blancos y una sudadera gris. Nada especial. Solo quería llegar a casa, prepararse algo de cenar y ver una serie antes de dormir. Pero Raúl Ibarra tenía otros planes. Raúl, de 32 años, era su novio desde hacía 2 años.
Alto, de complexión fuerte. Trabajaba como supervisor en una empresa de construcción. Al principio parecía perfecto, atento, detallista, siempre con un cumplido en la boca. Pero con el tiempo algo cambió. Los celos comenzaron sutilmente. Una pregunta aquí, una mirada incómoda allá.
Después vinieron las acusaciones, los gritos, el control sobre su teléfono, su ropa, sus amistades. Lucía había intentado terminar la relación tres veces. Las tres veces Raúl lloraba, pedía perdón, prometía cambiar y ella, como tantas otras mujeres, creyó que esta vez sería diferente. Esa noche habían ido juntos a cenar tacos al pastor en un puesto de la avenida Álvaro Obregón.
Todo iba bien hasta que Lucía recibió un mensaje en su celular. era de su jefe, preguntándole si podía enviar unos archivos pendientes. Nada importante, nada que justificara lo que vendría después. ¿Quién te escribe?, preguntó Raúl con esa voz que Lucía ya conocía demasiado bien. La voz del control. Es mi jefe, amor.
Me pide unos archivos, respondió ella tratando de sonar tranquila. Tu jefe a esta hora. Raúl dejó su taco en el plato y la miró fijamente. ¿Me tomas por idiota, Lucía? Raúl, por favor, no empieces. Pero ya era tarde. Raúl pagó la cuenta de un tirón, la tomó del brazo con fuerza y comenzaron a caminar hacia el edificio donde ella vivía, a solo cinco cuadras de ahí.
El silencio entre ellos era pesado, denso, cargado de una violencia que aún no explotaba, pero que ya latía como una bomba de tiempo. Llegaron al edificio Parque España. El lobby estaba vacío. Solo el segurante de turno, don Mario, un señor de 60 años, estaba sentado detrás de su escritorio viendo un partido de fútbol en su celular. Levantó la vista y saludó con la mano. Buenas noches, señorita Lucía.
Buenas noches, don Mario”, respondió ella con una sonrisa forzada. Raúl no saludó, solo caminó directo hacia el elevador con Lucía casi arrastrándola del brazo. Las puertas de metal se abrieron con un sonido metálico. Entraron. Lucía presionó el botón del octavo piso donde estaba su departamento. Las puertas se cerraron y entonces todo cambió.
¿Crees que soy estúpido?, dijo Raúl acorralándola contra la pared del elevador. Raúl, ya te dije que era mi jefe. Cállate, gritó él y su mano derecha se estrelló contra la pared justo al lado de la cabeza de Lucía. Ella sintió como el corazón se le aceleraba.
Conocía esa mirada, la había visto antes, pero nunca así, nunca con tanta rabia. Eres una mentirosa, una cualquiera. Te he dado todo y tú me pagas así. Raúl, por favor, estás asustándome?” Pero él ya no escuchaba. El elevador seguía subiendo. Tercero, cuarto piso. Y entonces ocurrió. El primer golpe llegó sin aviso, un puñetazo directo al rostro de Lucía que la hizo tambalear.
Ella gritó llevándose las manos a la cara, sintiendo el sabor metálico de la sangre en su boca. Raúl no, pero él no se detuvo. El segundo golpe, el tercero, el cuarto. Los puños de Raúl caían una y otra vez en su rostro, en su cabeza, en su cuerpo. Cuando ella intentaba protegerse.
Lucía trató de alcanzar el botón de emergencia, pero él la jalaba, la empujaba, la golpeaba sin parar. “Quinto piso. Sexto, te voy a enseñar a respetarme”, gritaba Raúl fuera de sí. Lucía ya no podía gritar, solo gemía, lloraba, intentaba cubrirse mientras los golpes seguían llegando. 10, 20, 30, perdió la cuenta. El dolor era insoportable. Sentía como su rostro se hinchaba, como algo se rompía dentro de ella con cada impacto.
El elevador seguía subiendo, indiferente a la tragedia que ocurría dentro de sus paredes de metal. Las luces fluorescentes parpadeaban levemente. La cámara de seguridad en la esquina superior grababa cada segundo. Séptimo piso. Por favor, Raúl, basta, suplicó Lucía con lo poco de voz que le quedaba. Pero él estaba cegado por la furia.
Los celos, el machismo, el control desmedido. Todo explotó en esos segundos interminables. 40 golpes, 45, 50. Octavo piso. Tais dang. Las puertas se abrieron. Lucía cayó al suelo del pasillo ensangrentada, con el rostro desfigurado, apenas consciente. Su cuerpo temblaba, respiraba con dificultad. Raúl salió del elevador mirándose las manos manchadas de sangre. Por un momento, pareció despertar de su trance.
Miró hacia abajo, hacia Lucía, tirada en el piso, y algo en su mirada cambió. Miedo, arrepentimiento, Lucía, yo balbuceó. Pero antes de que pudiera decir más, la puerta del departamento 805 se abrió de golpe. Era la señora Patricia Romero, una vecina de 63 años. que había escuchado los gritos desde el elevador. “Dios mío, Lucía!”, gritó Patricia llevándose las manos a la boca al ver la escena.
Raúl retrocedió, entró de nuevo al elevador y presionó el botón de planta baja. Las puertas se cerraron. Había huído. Patricia corrió hacia Lucía, arrodillándose a su lado. “¡Ayuda! Alguien que llame una ambulancia!”, gritó con todas sus fuerzas mientras sostenía la cabeza de Lucía entre sus manos temblorosas.
Otros vecinos comenzaron a salir de sus departamentos. Don Héctor del 803, la joven pareja del 806. Todos miraban horrorizados. Lucía intentaba hablar, pero solo salía sangre de su boca. Sus labios se movían formando una sola palabra: ra, ul. Y entonces todo se volvió negro. El pasillo del octavo piso se había convertido en un caos.
Don Héctor Salazar, un hombre de 57 años que trabajaba como contador y vivía en el departamento 803, fue el primero en reaccionar después del grito de Patricia. Salió corriendo de su departamento con el celular en la mano. “Ya marqué al 911. La ambulancia viene en camino”, gritó mientras se acercaba a donde estaba Lucía. La joven pareja del 806, Daniel y Sofía Ruiz, recién casados de 25 y 23 años respectivamente, salieron también.
Sofía se quedó paralizada al ver la escena, llevándose las manos a la boca para contener un grito. Daniel inmediatamente sacó su celular. “Voy a grabar todo”, dijo con voz temblorosa. “Esto no puede quedar impune.” Patricia seguía arrodillada junto a Lucía con lágrimas corriendo por sus mejillas.
le había quitado su propia chamarra de lana para ponerla debajo de la cabeza de la joven tratando de mantenerla estable. “Aguanta, mi niña, aguanta. Ya viene la ayuda”, repetía una y otra vez como un mantra desesperado. Lucía seguía consciente, pero apenas. Sus ojos, hinchados y ensangrentados miraban al techo sin enfocar realmente. Su respiración era irregular, entrecortada.
Cada vez que intentaba inhalar, un sonido gutural salía de su garganta como si algo dentro de ella estuviera roto. Y es que sí lo estaba. Su rostro era irreconocible. La nariz claramente fracturada, desviada hacia un lado, los labios partidos en varios puntos, el ojo izquierdo completamente cerrado por la hinchazón con un tono morado oscuro que se extendía hasta la 100. El derecho apenas podía abrirse.
Sangre brotaba de su boca, de su nariz, manchando el piso de los Zeta Beige del pasillo. ¿Dónde está ese desgraciado?, preguntó don Héctor mirando hacia el elevador. Se fue. Bajó corriendo. Respondió Patricia entre soyosos. Ese cobarde la dejó aquí tirada como si fuera basura. Mientras tanto, en la planta baja, don Mario, el guardia de seguridad, ni siquiera se había dado cuenta de lo que había pasado. El partido de fútbol seguía en su celular.
Los comentaristas gritaban por un gol del América. Tenía los audífonos puestos. Las puertas del elevador se abrieron. Raúl salió como un relámpago, con las manos aún manchadas de sangre y la respiración agitada. Tenía los nudillos pelados, la camisa con salpicaduras rojas. Parecía un hombre poseído tratando de recuperar la cordura.
Cruzó el lobby sin que don Mario lo notara y salió a la calle Orizaba. La noche en la Roma Norte era tranquila. Algunos restaurantes aún tenían clientes. Parejas caminaban de la mano. Nadie podía imaginar lo que acababa de ocurrir a unos metros de distancia. Raúl caminó rápido, casi corriendo, doblando en la esquina hacia la avenida Álvaro Obregón. Su mente era un torbellino.
¿Qué había hecho? ¿Por qué había perdido el control así? Pero esos pensamientos duraron apenas unos segundos antes de que otra voz en su cabeza, la voz del machismo, la voz de la justificación, comenzara a hablar. Ella se lo buscó. Me provocó, me mintió. Yo solo reaccioné. Siguió caminando, buscando perderse entre las calles del barrio.
De regreso en el edificio, Daniel Ruiz había bajado corriendo las escaleras hasta la planta baja. Irrumpió en el lobby jadeando. Don Mario, don Mario. El guardia se quitó los audífonos sobresaltado. ¿Qué pasa, joven Daniel? Una de las vecinas fue golpeada. Está muy grave. Necesitamos que revise las cámaras del elevador. El tipo que la atacó salió corriendo hace unos minutos.
Don Mario se puso de pie de inmediato, el color desapareciendo de su rostro. La señorita Lucía, ella acaba de subir con su novio hace. Fue él. Ese maldito fue el que la golpeó. Gritó Daniel. Tienen que atrapar a ese tipo. Don Mario corrió hacia el pequeño cuarto de vigilancia detrás de su escritorio. Tenía tres monitores que mostraban diferentes ángulos del edificio: el lobby, el estacionamiento y el interior del elevador.
Rebobinó la grabación del elevador y lo que vio le heló la sangre. Ahí estaba todo, cada golpe, cada momento de terror. La imagen era clara, en blanco y negro, pero suficientemente nítida para ver la brutalidad completa. Lucía tratando de defenderse. Raúl golpeándola una y otra vez sin piedad, sin control.
“Dios santo”, murmuró don Mario con las manos temblando sobre el teclado. “¿Puede mandármela?”, preguntó Daniel. “Necesitamos esa evidencia. Ese tipo no puede salirse con la suya. Don Mario asintió y rápidamente transfirió el video al celular de Daniel a través de un USB. También hizo una copia en el sistema de respaldo.
Ya llamé a la policía también, dijo don Mario. Deben estar llegando en cualquier momento. Afuera, a lo lejos, se escuchaban las sirenas. Primero llegó la ambulancia. Una unidad de la Cruz Roja de la delegación Cuautemoc. Dos paramédicos, Javier y Mónica. Ambos, con años de experiencia, subieron corriendo las escaleras con una camilla y un maletín de emergencias.
El elevador había quedado detenido en el octavo piso, así que tuvieron que subir a pie. Cuando llegaron al pasillo, el panorama los dejó sin aliento por un segundo. “Santa María”, susurró Mónica. Javier se arrodilló inmediatamente junto a Lucía, abriendo su maletín. Señora, necesito que se haga a un lado”, le dijo a Patricia con profesionalismo, pero firmeza.
Patricia se levantó temblando mientras los paramédicos comenzaban a trabajar. Javier revisó los signos vitales. Pulso débil pero presente, presión arterial baja, respiración comprometida, probable fractura de tabique, trauma cráneo encefálico, múltiples contusiones faciales. Iba diciendo mientras Mónica preparaba el collarín cervical y la vía intravenosa.
Lucía, ¿me escuchas?, preguntó Mónica acercándose a su oído. Vamos a ayudarte, solo aguanta. Los ojos de Lucía se movieron levemente. Intentaba responder, pero no podía. Tenemos que llevarla ahora dijo Javier. No hay tiempo que perder.
Entre los dos, con ayuda de don Héctor, colocaron a Lucía en la camilla, inmovilizaron su cuello y comenzaron a bajarla por las escaleras con extremo cuidado. Cada escalón era una eternidad. Patricia, Sofía, Daniel y don HéctoLS