Obrero de la construcción entra al banco para retirar 500 pesos – todos se tapan la nariz con fastidio, pero al escuchar la verdad, la sala queda en silencio
Esta mañana, en una sucursal bancaria del centro de la Ciudad de México, un hombre de aspecto desgastado entró bajo las miradas molestas de decenas de clientes y empleados. Su ropa estaba cubierta de cemento, llevaba unas sandalias de hule rotas y sostenía un casco de seguridad manchado de lodo.
—“¡Dios mío, cómo dejan entrar a este hombre al banco! ¡El olor es insoportable!”— exclamó una clienta con rebozo, tapándose la nariz mientras hacía fila.

Aunque no dijo nada, el obrero—que después sería identificado como Ramiro Hernández (52 años)—colocó en silencio la ficha de retiro sobre el mostrador y, con voz temblorosa, susurró al cajero:
—“Joven, déjeme sacar 500 pesos… ¿sí tengo suficiente en mi cuenta?”
El empleado lo miró, tecleó con rapidez y, al mismo tiempo, pasó un trapo sobre la mesa como si quisiera limpiar la supuesta suciedad. Pero segundos después, su expresión cambió de indiferencia a completa sorpresa.
Se levantó de inmediato y llamó al gerente de la sucursal:
—“Licenciada… en esta cuenta… ¡hay casi 160 millones de pesos!”
El bullicio de la sala quedó en un silencio sepulcral. Las miradas de desprecio desaparecieron de golpe, reemplazadas por asombro, confusión… y vergüenza.
Un hombre de traje elegante se levantó rápidamente, inclinó la cabeza y extendió la mano:
—“Perdóneme, don… no sabía con quién estaba hablando.”
Ramiro sonrió con calma:
—“¿Y por qué tendría que perdonar? Llevo 30 años siendo obrero de construcción. Para juntar este dinero, muchas veces tuve que sudar, sangrar y hasta romperme los huesos. Hoy solo necesito 500 pesos… para invitar de comer a mis compañeros en la obra.”
Dicho esto, retiró el dinero, se colocó su casco viejo y salió en silencio, dejando atrás un banco lleno de rostros avergonzados.
Ramiro Hernández nació en un pequeño pueblo de Oaxaca, en una familia sin tierras. Su padre murió de tuberculosis cuando él era niño, y su madre crió sola a tres hijos. A los 12 años, Ramiro dejó la escuela para cargar tabiques y mezclar cal en las obras.
—“Mis manos eran pequeñas, pero se endurecieron pronto con el cemento y la cal,” solía decir. “Me acostumbré a comer arroz con sal, con la esperanza de juntar unos pesos para mi mamá.”
A los 18 años, con apenas 200 pesos que su madre le dio, abordó un autobús rumbo a la Ciudad de México siguiendo a un grupo de albañiles. Trabajaba de sol a sol cargando costales de cemento en edificios en construcción. Una vez cayó de un andamio y se fracturó las costillas, pero nunca se rindió.
Mandaba casi todo lo que ganaba a su madre y a sus dos hermanos menores, quedándose solo con lo justo para comer frijoles y tortillas.
Con el tiempo, Ramiro fue aprendiendo de ingenieros y maestros de obra: a leer planos, manejar materiales y negociar con clientes. Diez años después, empezó a aceptar pequeños proyectos: levantar bardas, reparar techos.
Se hizo famoso por cumplir su palabra. Quien lo contrataba, sabía que entregaría la obra en tiempo y con buena calidad. Así, su reputación creció.
A inicios de los 2000, cuando el sector inmobiliario de la Ciudad de México empezó a crecer con fuerza, Ramiro pidió un pequeño préstamo a un conocido contratista y formó su propio equipo. Reclutó albañiles de Oaxaca, Puebla y Guerrero—hombres tan pobres como él había sido.
Les repetía siempre:
—“Nunca engañen a nadie. Hoy comemos poco, pero si trabajamos con honestidad, mañana tendremos mucho.”
Su ética de trabajo le permitió convertirse en subcontratista de importantes obras. No ganaba grandes fortunas de golpe, pero sí ingresos estables y crecientes.
A diferencia de muchos, Ramiro no gastaba en vicios. No bebía, no apostaba. Vivía con lo mínimo en las mismas obras, guardaba apenas lo necesario para subsistir y lo demás lo depositaba en el banco.
Durante 30 años trabajó bajo el sol, bajo la lluvia, sin descanso. Hubo meses en que pagó salarios a cientos de trabajadores, pero para él mismo se guardó apenas unos cuantos miles de pesos.
Gracias a esa disciplina y a los proyectos cada vez más grandes, sus cuentas bancarias fueron engordando poco a poco. Hasta que un día, al revisar, tenía cerca de 160 millones de pesos acumulados.
Lo sorprendente es que Ramiro nunca compró una mansión ni un auto de lujo. Sigue usando ropa manchada de cal, sandalias de hule y su casco viejo. Siempre dice:
—“Ese dinero no es solo mío. Es el fruto del esfuerzo de cientos de trabajadores que estuvieron conmigo. Lo guardo por ellos y para ellos.”
El camino de Ramiro Hernández es prueba viviente de una gran verdad:
🌸 No todo rico viste con lujos, y no todo trabajador humilde es pobre para siempre.
Un obrero oaxaqueño, con honestidad, esfuerzo y palabra, construyó una gran fortuna. Y aun así, se mantuvo humilde y sencillo hasta el final.