Nunca pensé que mi suegra sería la única en defenderme cuando más lo necesitaba…
Nunca olvidaré el día en que mi suegra, doña Mercedes, tocó a la puerta de mi apartamento. Eran las diez de la mañana y yo estaba en pijama, con mi barriga de seis meses asomándose bajo la camiseta. Cuando abrí, ella tenía los ojos rojos y una expresión que nunca le había visto: una mezcla de furia y determinación.

—Valeria, necesito hablar contigo —dijo, entrando sin esperar invitación—. ¿Está Mauricio?
—No, señora Mercedes. Salió temprano. Dijo que tenía una reunión de trabajo.
Ella soltó una risa amarga que me heló la sangre.
—¿Una reunión de trabajo? —repitió, dejando caer su bolso en el sofá—. Siéntate, mijita. Por favor.
Mi corazón comenzó a latir más rápido. Doña Mercedes y yo siempre habíamos tenido una buena relación, pero algo en su tono me advertía que lo que venía no sería agradable.
—¿Qué pasa? —pregunté, acariciándome instintivamente la barriga.
Ella sacó su teléfono y me lo extendió sin decir palabra. En la pantalla había una foto. Mi esposo. Con otra mujer. Besándose frente a un restaurante que yo conocía muy bien porque él me había dicho que era “demasiado caro” cuando le sugerí ir a celebrar nuestro aniversario el mes pasado.
—Hay más —susurró doña Mercedes, deslizando las fotos.
Más besos. Tomados de la mano. Entrando juntos a un hotel.
Sentí que el mundo se detenía. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas sin que pudiera controlarlas.
—Lo descubrí ayer —continuó ella, con la voz quebrada—. Una amiga mía los vio y me mandó las fotos. Confronté a Mauricio anoche. ¿Sabes qué me dijo? Que tú estabas muy sensible por el embarazo, que necesitaba “espacio”, que la otra lo “comprendía mejor”.
—Señora Mercedes, yo…
—No —me interrumpió, tomando mis manos entre las suyas—. No te atrevas a disculparte ni a buscar excusas para él. Yo no crié a mi hijo para que fuera un cobarde, pero parece que fallé en algún punto del camino.
—Es mi esposo —logré decir entre sollozos—. Está esperando un hijo conmigo.
—Y eso debería hacerlo mejor hombre, no peor —respondió con firmeza—. Valeria, mírame. Tú estás embarazada de mi nieto. Estás vulnerable, trabajando hasta tarde para ahorrar para cuando llegue el bebé, y ese desgraciado está revol**ndose con otra mientras tú cargas a su hijo en el vientre.
Se puso de pie y comenzó a caminar por la sala, como si estuviera tomando una decisión importante.
—Voy a decirte algo que nunca le conté a nadie —dijo finalmente—. El papá de Mauricio me fue infiel cuando yo estaba embarazada de él. Su mamá, mi suegra, lo sabía y nunca me dijo nada. Me hizo quedarme callada “por el bien de la familia”. Me tragué mi dolor, mi humillación, y ¿sabes qué? Me arrepiento cada día. Me arrepiento de no haber tenido el valor de irme, de enseñarle a mi hijo que esas cosas se toleran.
—Señora Mercedes…
—Pero contigo no voy a cometer el mismo error —declaró, mirándome directo a los ojos—. Vas a empacar tus cosas. Las cosas del bebé también. Y te vienes a vivir conmigo.
—¿Qué? No puedo hacer eso. Es su hijo, su casa…
—Esta casa está a nombre de los dos, ¿verdad? —preguntó. Asentí—. Entonces tienes todo el derecho de quedarte, pero no vas a quedarte sola aquí, esperando a que ese sinvergüenza decida regresar cuando se le antoje.
—¿Y qué dirá Mauricio? ¿Qué dirá la gente?
Doña Mercedes se acercó y puso sus manos sobre mis hombros.
—Me importa un comino lo que diga Mauricio. Y la gente puede pensar lo que quiera. Valeria, tú eres la madre de mi nieto. Tú eres quien necesita apoyo ahora. Mi hijo es un adulto que tomó decisiones de adulto, y que ahora enfrente las consecuencias.
—Pero usted es su madre…
—Exactamente —afirmó con voz firme—. Soy su madre. No su cómplice. Hay una diferencia enorme entre amar a un hijo y encubrir sus porquerías. Lo amo, pero no voy a quedarme de brazos cruzados mientras destruye su familia y lastima a una mujer embarazada que no merece esto.
Pasé el resto del día empacando entre lágrimas mientras doña Mercedes iba y venía, organizando todo como un general preparando una batalla. Cuando llegó la tarde, mi suegra había llamado a un amigo con camioneta para ayudarnos con las cosas más pesadas.
—¿Y si quiere volver? —pregunté mientras doblaba ropa de bebé que aún olía a nuevo—. ¿Y si me dice que lo siente?
—Entonces tendrá que demostrarlo —respondió ella, colocando los peluches del bebé en una caja—. No con palabras bonitas, sino con acciones. Con terapia, con transparencia, con tiempo. Y tú decidirás si quieres darle esa oportunidad o no. Pero mientras tanto, tú y mi nieto estarán seguros, cuidados y, sobre todo, respetados.
Cuando Mauricio llegó esa noche al apartamento, encontró una nota de su madre en la mesa de la sala. Ella me contó después que la llamó gritando, reclamándole que se metiera en sus asuntos.
—Le dije que cuando decidió engañar a su esposa embarazada, hizo que fuera asunto mío —me relató doña Mercedes más tarde, mientras me preparaba una taza de té de manzanilla en su cocina—. Que cuando decidió faltarle el respeto a la madre de su hijo, me faltó el respeto a mí también. Y que si quería mi apoyo, más le valía empezar a actuar como el hombre que yo intenté criar.
Esa noche, acostada en la habitación de invitados de doña Mercedes, con su gata enroscada a los pies de la cama y el sonido de ella preparando el desayuno del día siguiente en la cocina, sentí algo que no había sentido en semanas: paz.
No sabía qué iba a pasar con mi matrimonio. No sabía si Mauricio cambiaría o si yo podría perdonarlo. Pero sabía una cosa con certeza: no estaba sola. Tenía a una mujer extraordinaria de mi lado, una suegra que había elegido la justicia por encima de la lealtad ciega, el amor verdadero por encima del encubrimiento familiar.
Y eso, en ese momento de oscuridad, era más de lo que muchas mujeres en mi situación podían decir.
—Gracias, señora Mercedes —susurré en la oscuridad, acariciando mi vientre.
Desde el pasillo, escuché su voz:
—No me agradezcas, mijita. Esto es lo que las mujeres deberíamos hacer siempre: cuidarnos entre nosotras. Especialmente cuando los hombres nos fallan.