No quise ser madre de mi hija con síndrome de Down… hasta que entendí mi enfermedad.
La enfermera puso a mi bebé sobre mi pecho. Sentí su peso tibio, escuché su llanto suave, pero no pude mirarla a los ojos.
—Es hermosa —dijo Martín a mi lado, con la voz llena de emoción—. Mira, amor, tiene tus labios.
Pero yo solo veía sus ojitos rasgados, el puente plano de su nariz, sus manitas pequeñas con una sola línea en la palma. Síndrome de Down. Las palabras del doctor todavía resonaban en mi cabeza como una sentencia.
—¿Quieres cargarla? —me preguntó la enfermera con una sonrisa.
Asentí porque era lo que se suponía que debía hacer. La tomé en mis brazos y sentí… nada. Un vacío horrible donde debería haber amor. Pánico donde debería haber ternura.
—¿Estás bien? —preguntó Martín, acariciando mi cabeza.
—Solo cansada —mentí—. Fue un parto largo.
—Descansa, mi amor. Yo me quedo con ella.
Martín tomó a nuestra hija con una delicadeza que me partió el corazón. Él la miraba como si fuera el sol. Yo no podía ni sostenerle la mirada.
Pasaron dos días en el hospital. Dos días en los que fingí estar dormida cuando las enfermeras traían a la bebé. Dos días en los que Martín aprendió a cambiar pañales, a dar biberón, a arrullarla. Dos días en los que la oscuridad dentro de mí crecía y crecía hasta ahogarme.
El tercer día, Martín fue al baño.
—Voy por café —le dije cuando regresó.
—¿Quieres que vaya yo?
—No, necesito estirar las piernas.
Me besó la frente. La bebé dormía en su cunita al lado de la cama.
Salí de la habitación. Caminé por el pasillo. Pasé la cafetería. Seguí hasta la salida. Y no me detuve.
Tomé un taxi a casa de mi hermana. Ella abrió la puerta y su rostro pasó de la sorpresa a la preocupación.
—¿Dónde está el bebé? ¿Dónde está Martín?
—No puedo —dije—. No puedo hacerlo, Laura. No puedo ser la madre de esa niña.
Me dejó entrar, me abrazó mientras yo lloraba, y no me juzgó cuando apagué mi teléfono.
***
Un mes después, estaba frente a la puerta de nuestro apartamento. Un mes de terapia, de medicación, de finalmente entender que lo que sentí no fue falta de amor, sino una enfermedad. Depresión posparto, dijo la psiquiatra. Severa.
Mis manos temblaban mientras tocaba el timbre.
Martín abrió la puerta. Tenía ojeras profundas y una mancha de leche en la camisa. En sus brazos, envuelta en una manta rosa, dormía nuestra hija.
—Hola, Martín —susurré.
Él me miró sin decir nada. Vi dolor en sus ojos, cansancio, pero también algo más. ¿Alivio?
—¿Puedo pasar?
Se hizo a un lado. El apartamento estaba lleno de cosas de bebé: biberones, pañales, juguetes de colores suaves.
—Se llama Emma —dijo en voz baja—. Como querías.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas.
—Martín, yo… lo siento tanto. No tengo excusa por lo que hice. Pero estuve enferma. Estoy enferma. Depresión posparto, dijeron. Y cuando la vi, cuando vi que era diferente, algo dentro de mí se rompió y pensé que nunca podría ser suficiente para ella.
—Me llamó tu hermana —dijo él—. A los dos días. Me contó que estabas con ella, que estabas buscando ayuda.
—¿Por qué no viniste por mí?
—Porque Emma me necesitaba aquí. Y porque pensé que si querías volver, tenías que ser tu decisión.
Me cubrí el rostro con las manos, sollozando.
—Fui tan cobarde. Los abandoné. A ti, a nuestra hija…
—Estabas enferma —repitió—. Hablé con doctores, leí todo lo que pude. La depresión posparto es real. No fue tu culpa.
—¿Cómo puedes ser tan comprensivo? Tendrías todo el derecho de odiarme.
—Porque te amo —dijo simplemente—. Y porque he pasado este mes solo con Emma, y entiendo ahora lo difícil que puede ser. No puedo imaginar hacerlo también con depresión.
Di un paso hacia él, hacia ellos.
—¿Quieres conocerla? —preguntó Martín suavemente.
Asentí. Con cuidado, colocó a Emma en mis brazos. Era tan pequeña, tan perfecta con sus mejillas regordetas y su naricita respingada. Abrió los ojos, esos hermosos ojos rasgados, y me miró.
—Hola, mi amor —susurré—. Soy tu mami. Perdóname por no estar aquí desde el principio.
Emma me agarró el dedo con su manita diminuta y algo dentro de mí se abrió. Amor. Puro y real.
—Lo siento tanto, Martín —dije entre lágrimas—. Siento haberte dejado solo. Siento no haber estado aquí.
Martín nos rodeó con sus brazos, a Emma y a mí, y me apretó fuerte contra su pecho.
—Ya estás aquí —murmuró contra mi cabello—. Eso es lo que importa. Ya estás aquí.
Me derretí en su abrazo, llorando todas las lágrimas que había guardado, sintiendo el peso de mi hija entre nosotros, y por primera vez en un mes, sentí algo parecido a la esperanza.
—Vamos a estar bien —susurró Martín—. Los tres juntos. Vamos a estar bien.
Y aunque no sabía si era verdad, aunque el camino sería largo y difícil, me aferré a esas palabras como a un salvavidas.
Porque ahora, finalmente, estaba lista para empezar.
Pasaron semanas.
Semanas de silencio, de pasos torpes, de volver a aprender a ser madre.
Las primeras noches fueron un infierno. Emma lloraba sin parar y yo me sentía al borde del abismo, temiendo caer otra vez en la oscuridad. Martín no me dejaba sola: se levantaba conmigo, preparaba el biberón, me tomaba la mano mientras yo intentaba no derrumbarme.
Una madrugada, después de tres horas sin dormir, lo miré y susurré:
—No sé si puedo hacerlo.
Él me miró, con esa paciencia que solo tienen los que ya han sufrido.
—No tienes que hacerlo sola —dijo—. Lo haremos juntos.
Y esas palabras, simples y suaves, me sostuvieron.
Los días fueron mejorando, poco a poco. Comencé a asistir a un grupo de apoyo para madres con depresión posparto. Al principio, me daba vergüenza hablar. ¿Cómo podía decir en voz alta que no había querido a mi hija? Pero cuando escuché a otras mujeres contar sus historias —una que pensó en marcharse, otra que no podía tocar a su bebé sin llorar—, entendí que no era la única.
La culpa empezó a soltarme, como una cuerda que se desata lentamente.
Un sábado por la mañana, mientras doblaba ropa, escuché a Martín reírse en el salón. Me asomé: estaba acostado en el suelo, y Emma, ahora con tres meses, balbuceaba sobre su pecho. Cuando me vio, extendió sus brazos hacia mí, como si supiera exactamente quién era.
La tomé, y esta vez no sentí miedo.
—Hola, mi amor —le dije—. ¿Quieres que te cante?
Comencé a tararear una melodía que mi madre me cantaba de niña. Emma me miró con atención, moviendo los deditos. Y luego, como si entendiera, sonrió.
Fue la primera vez que sonrió.
Y yo rompí a llorar.
Martín se acercó, me abrazó por detrás.
—¿Estás bien?
—Sí —respondí entre lágrimas—. Por primera vez, sí.
Los meses siguientes fueron un renacer. Aprendí a cambiar pañales, a preparar papillas, a disfrutar del olor de su piel después del baño. Y aunque a veces la tristeza regresaba, ya no me asustaba. Sabía que era parte del proceso, no el final.
Comencé a escribir en un cuaderno, como parte de la terapia. Le escribía cartas a Emma. Cartas que tal vez algún día leería.
“Al principio no supe cómo amarte, pero no porque no lo merecieras. Fue porque yo estaba rota, y nadie me enseñó que las madres también pueden enfermarse. Hoy te miro y me doy cuenta de que fuiste tú quien me salvó. Tu ternura me reconstruyó, pedazo a pedazo.”
Un año después, volvimos al hospital para un control médico de Emma. La enfermera que nos había atendido el día del parto estaba allí. Nos reconoció enseguida.
—¡Pero mira qué grande está! —dijo sonriendo—. Y qué feliz.
Asentí, sosteniendo la mano de mi hija.
—Sí. Nos tomó tiempo… pero estamos bien.
La enfermera me miró con ternura, sin hacer preguntas.
Al salir, Martín me abrazó y me susurró:
—Gracias por volver.
—Gracias por esperarme —le respondí.
Esa noche, después de acostar a Emma, encendí una pequeña lámpara junto a la cuna. Su respiración era tranquila, profunda. Me quedé observándola, recordando aquel primer día en que no pude mirarla.
Ahora no podía apartar la vista.
Pensé en todas las madres que aún estaban atrapadas en la oscuridad del silencio, sintiéndose monstruos por no sentir amor inmediato. Pensé en escribir nuestra historia, no por vergüenza, sino por esperanza.
Porque yo también creí que no podía ser madre.
Y, sin embargo, aquí estaba.
Con mi hija dormida, con mi corazón remendado, con un amor que había aprendido a crecer desde el dolor.
Me incliné sobre la cuna, le acaricié la mejilla y susurré:
—Te prometo que nunca más te soltaré.
Emma suspiró en sueños, y por un instante creí escucharla responder con su respiración pausada:
—Ya no tienes que hacerlo, mamá. Ya estamos juntas.
Y supe, con certeza, que ese era el verdadero comienzo de nuestras vidas.