“Nadie entendía por qué ese matrimonio de abuelitos se arregló como adolescentes… hasta que revelaron el secreto detrás de su cita después de 40 años”
—¡Viejo! ¿Viste mis zapatos rojos? —gritó Carmen desde el cuarto, revolviendo el clóset como si buscara un tesoro perdido.
Don Raúl, sentado en la sala con su bastón recargado sobre la rodilla, soltó una risita.
—¿Los que usaste en nuestra primera cita? Esos ya deben estar más secos que mi rodilla, mujer.
Ella asomó la cabeza por la puerta, con una sonrisa traviesa.
—Pues me los pondré igual. Hoy toca repetir historia.
El reloj marcaba las 5:00 p.m. y el cielo de Guadalajara se pintaba de naranja. En la mesa había un ramo de rosas (comprado en la tiendita de la esquina, porque Raúl ya no conducía), y una nota escrita a mano:
“Nos vemos a las seis, en la fuente del parque, donde empezó todo.”
Parecía un juego, una locura de dos viejos que se negaban a aceptar el paso del tiempo. Pero para ellos, era mucho más que eso.
Raúl había pasado las últimas semanas entre citas médicas, resultados y silencios incómodos.
Carmen lo sabía, pero él evitaba hablar del tema. Solo decía:
—No te preocupes, chula. Estoy bien.
Y aunque lo decía con su tono de siempre, su mirada lo traicionaba. Había algo distinto en sus ojos. Algo que ella no quería nombrar.
Por eso, cuando él le propuso “volver a tener nuestra primera cita”, Carmen no preguntó nada. Solo dijo que sí, como si esa simple palabra pudiera detener el tiempo.
Se arregló con su vestido azul de flores, el mismo perfume de lavanda, y los labios pintados de rojo. Raúl, con su guayabera blanca y un sombrero nuevo que le compró el nieto, la esperaba en la puerta con una rosa escondida tras la espalda.
—Listo, mi reina. Vámonos antes de que anochezca.
Tomaron el autobús, como hace cuarenta años.
Los pasajeros los miraban sonriendo, algunos les cedían el asiento, otros les tomaban fotos sin que se dieran cuenta.
—Mira nada más —dijo ella—, ahora somos famosos.
Él rió.
—Pues que graben, para que vean cómo se ama de verdad.
Cuando llegaron al parque, el ruido de la fuente y el olor a elote asado los envolvieron. Se sentaron en la misma banca donde, en 1985, se dieron su primer beso.
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste esa noche? —preguntó ella.
Raúl asintió.
—Te dije que si me aguantabas con hambre y sin coche, te ibas a ganar un hombre de verdad.
—Y mira que sí aguanté —dijo ella, riendo.
Por un instante, todo era igual que antes. Pero de pronto, el rostro de Raúl cambió.
Pálido, con los labios temblando, soltó el bastón y se llevó una mano al pecho.
Carmen se levantó de golpe.
—¡Raúl! ¡Viejo, háblame!
El silencio se tragó el ruido de la fuente.
El grito de Carmen atrajo a la gente. Un joven corrió a ayudarla, otro llamó a emergencias.
Raúl estaba recostado sobre la banca, respirando con dificultad, pero aún consciente.
—Tranquila, chula… solo me mareé —dijo con una sonrisa débil.
Carmen le sostenía la mano con fuerza, las lágrimas cayendo sobre su falda.
—No digas tonterías, Raúl. ¡Te voy a llevar al hospital ahora mismo!
Pero él negó lentamente.
—No, Carmen… no hoy. Hoy no.
Ella lo miró confundida, sin entender.
Entonces él metió la mano en su bolsillo y sacó un pequeño sobre arrugado.
—Ábrelo, por favor.
Dentro había una carta escrita con su letra temblorosa:
“Si estás leyendo esto, es porque no me dio tiempo de decírtelo con calma. El doctor me dijo que ya no queda mucho. No quiero hospitales ni despedidas tristes. Solo quería una última cita contigo, como aquella vez, cuando todo empezó.”
Carmen sintió que el suelo se le iba. Lo abrazó con todas sus fuerzas, como si pudiera detener el destino.
—Viejo tonto… ¿por qué no me dijiste nada?
—Porque no quería verte llorar. Solo quería verte reír… una vez más —susurró él.
El paramédico llegó minutos después, pero Raúl insistió en quedarse un poco más.
El médico, viéndolos así, entendió y se alejó unos pasos.
Carmen acarició su rostro, los dedos temblando.
—¿Sabes algo, Raúl? Si pudiera volver a empezar, te elegiría otra vez.
Él sonrió débilmente.
—Y yo… te buscaría en la misma banca. Siempre aquí.
El sol se ocultaba detrás de los árboles cuando Raúl cerró los ojos, con una paz que ella no recordaba haberle visto en mucho tiempo.
Carmen lo besó en la frente, sin soltar su mano.
La fuente seguía corriendo, igual que hace cuarenta años.
El mundo no se detuvo, pero para ella, todo quedó suspendido entre ese adiós y el recuerdo.
Semanas después, la banca del parque tenía una placa nueva. Decía:
“Aquí comenzó y terminó una historia de amor verdadero. Raúl y Carmen, 1985 – 2025.”
Y cada domingo, Carmen volvía, se sentaba con un termo de café y un ramo de rosas rojas.
—Ya llegué, viejo —murmuraba—. Hoy toca nuestra cita, como siempre.
El aire se llenaba de risas de niños y el sonido del agua.
Y aunque nadie lo notaba, ella sentía que él seguía ahí, justo a su lado.
Porque el amor, cuando es de verdad, no termina con los años. Solo cambia de forma.
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