“Mi suegra nunca me aceptó por ser pobre… hoy ella vive en mi casa porque sus propios hijos la abandonaron.”

Yo siempre supe que mi suegra, doña Teresa, me tenía atravesada desde el primer día.

—¿Esa es la chica con la que te vas a casar, hijo? —dijo mirándome de arriba abajo, como si yo fuera un mueble usado de remate.
Y yo, con mi mejor sonrisa, contesté:
—Encantada, señora. Sí, soy la pobretona de la historia. Un placer.

Obviamente no me ganó con flores ni con besos. Más bien con comentarios como:
—Ay, hijo, esa mujer no tiene nada para ofrecerte… ni apellido, ni plata, ni futuro.
Yo me aguantaba, porque lo amaba a él. Pero créanme, la paciencia tiene un límite.

Pasaron los años. Mi esposo y yo trabajamos duro. Él con su empleo, yo con mis ventas y mis inventos para ahorrar. Y aunque mi suegra se burlaba de mi “cocina de pobre”, adivinen quién terminó siendo la mejor cocinera de la familia. Exacto: la servidora.

Un día, después de tantas idas y vueltas, su hijo (mi esposo) falleció. Triste, doloroso. Pero aquí estoy yo, con mi casita propia que levantamos juntos, mis hijos ya grandes, y mi vida tranquila… hasta que sonó el timbre.

—¡Abre, mamá! —me gritó mi hija desde adentro.
Yo abrí… y ahí estaba ella. Doña Teresa. Con dos bolsos, cara de tragedia griega y la frase más inesperada del año:
—Me abandonaron. Tus cuñados no me quieren en sus casas. ¿Puedo quedarme contigo?

Yo la miré… respiré profundo… y dije lo primero que se me cruzó:
—Claro, pase, señora. A fin de cuentas, siempre soñó con estar en una casa de pobres, ¿no?

Ella carraspeó, fingiendo dignidad.
—No exageres, muchacha. Yo solo decía las cosas como eran…
—Ajá —le respondí—. Bueno, bienvenida a mi pobreza con Wi-Fi, Netflix y aire acondicionado. Siéntase en casa.

Desde ese día, vivimos juntas. Y aunque todavía de vez en cuando suelta frases como:
—Ay, cómo extraño cuando mi hijo me mantenía como reina…
Yo le contesto con humor:
—Pues acostúmbrese a ser plebeya, porque aquí lavamos nuestros propios platos.

Lo irónico es que ahora me toca a mí decirle qué comer, qué hacer y hasta recordarle que se tome las pastillas. Y a veces me descubro riéndome sola: la mujer que nunca me aceptó por ser pobre, hoy depende de mí… la pobretona que resultó ser más rica que todos sus hijos juntos.

Y entre risas pienso: la vida tiene un sentido del humor bastante cruel… pero me encanta.