“Mi papá me dijo que no podía estudiar porque era mujer… ahora me pide dinero porque soy la única profesional de la familia.”
Todavía recuerdo el día en que le dije a mi papá que quería estudiar medicina. Tenía diecisiete años y acababa de graduarme del bachillerato con honores. Mis calificaciones eran impecables, había ganado la beca de excelencia académica, y por primera vez en mi vida, sentía que tenía el mundo en mis manos.
—Papá, ya presenté los documentos para la universidad. Quiero estudiar medicina —le dije esa tarde, mientras él leía el periódico en su sillón favorito.
Bajó el periódico lentamente y me miró con esa expresión que yo conocía tan bien. La misma que ponía cuando alguno de mis hermanos hacía algo que él consideraba una tontería.
—¿Medicina? —preguntó, como si hubiera dicho que quería ser astronauta—. Mija, no digas bobadas.
—No son bobadas, papá. Tengo las mejores notas de mi clase, la beca cubre casi todo…
—Escúchame bien —me interrumpió, dejando el periódico a un lado—. Las mujeres no nacieron para estudiar esas cosas. Tu lugar está en la casa, cuidando la familia. Eso de la universidad es para los hombres, como tus hermanos.
Sentí como si me hubieran dado una bofetada. Miré hacia donde estaban mis hermanos viendo televisión. Carlos, que había repetido dos años en el colegio. Miguel, que apenas había terminado el bachillerato por los pelos. Y ahí estaban ellos, con el apoyo incondicional de papá para estudiar lo que quisieran.
—Pero papá, yo saqué mejores notas que ellos. Yo fui la que ganó la beca…
—¡No me contradigas! —su voz se alzó—. Una mujer que estudia se vuelve rebelde, se le olvida su lugar. Mejor aprende a cocinar, a coser, a ser una buena esposa. Eso es lo que necesitas.
Esa noche lloré hasta quedarme sin lágrimas. Mi mamá vino a consolarme, pero sus palabras fueron como sal en la herida:
—Así es tu papá, mija. Es mejor no contradecirlo. Además, ¿para qué quieres estudiar tanto? Al final te vas a casar y todo eso no te va a servir.
Pero yo no me rendí. Trabajé de día limpiando casas y de noche en una panadería. Ahorré cada peso que pude durante dos años. Cuando cumplí diecinueve, me inscribí en la universidad con mis propios recursos. Papá no me habló durante meses.
—Te vas a arrepentir —fue lo único que me dijo el día que me fui de casa—. Vas a ver que yo tenía razón.
Los siguientes años fueron los más duros de mi vida. Estudiaba con una mano y trabajaba con la otra. Comía una vez al día para poder pagar los libros. Dormía cuatro horas cuando tenía suerte. Hubo noches en que pensé en rendirme, en volver a casa y decirle a papá que tenía razón.
Pero cada vez que estaba a punto de quebrarme, recordaba sus palabras: “Las mujeres no nacieron para estudiar esas cosas”. Y esa frase se convertía en gasolina para mi motor.
Me gradué de médica con magna cum laude. Hice mi especialización en cardiología. Cuando recibí mi diploma, miré entre el público y vi a mi mamá llorando de orgullo. Papá no fue.
Cinco años después, ya establecida en mi consultorio y con un buen pasar económico, recibí una llamada que no esperaba.
—Hola, mija —era la voz de papá, pero sonaba diferente. Más pequeña.
—Hola, papá.
—¿Cómo has estado?
Quería preguntarle por qué me llamaba después de tantos años de silencio, pero simplemente respondí:
—Bien, papá. Trabajando.
Hubo una pausa larga. Podía escuchar su respiración pesada al otro lado de la línea.
—Mira, mija… necesito pedirte un favor.
Y ahí estaba. Después de años diciéndome que las mujeres no servían para estudiar, después de negarme su apoyo, después de darles la espalda a mis logros, mi papá me necesitaba.
—Carlos perdió el trabajo hace seis meses —continuó—. Miguel nunca terminó la carrera, ya sabes. Y yo… bueno, ya estoy viejo para trabajar como antes. Las cuentas se están acumulando y…
No necesitó terminar la frase. Entendí perfectamente.
—¿Necesitas dinero, papá?
—Sí, mija. Tú eres la única que… bueno, la única que puede ayudarnos.
La única profesional de la familia, quise corregirle. La única que “estudió esas cosas” que según él no servían para nada.
Cerré los ojos y por un momento toda la rabia de años anteriores volvió a mí. La adolescente que lloró en silencio, la joven que trabajó hasta el agotamiento, la mujer que tuvo que demostrar que valía el doble que sus hermanos para ser tomada en serio.
—Papá —le dije finalmente—, ¿recuerdas lo que me dijiste cuando quise estudiar medicina?
Silencio.
—Me dijiste que las mujeres no nacían para estudiar. Que mi lugar estaba en la casa.
—Mija, yo…
—Déjame terminar —lo interrumpí, pero mi voz no tenía rabia. Tenía algo peor: tenía la calma de quien ya no necesita demostrar nada—. Resulta que esa mujer que según tú no nació para estudiar, es ahora la única que puede resolver los problemas económicos de esta familia.
Otra pausa.
—Tienes razón, mija. Me equivoqué contigo.
Esas cuatro palabras me tomaron por sorpresa. Mi papá, el hombre que nunca admitía un error, acababa de reconocer que se había equivocado.
—Te voy a ayudar, papá —le dije—. Pero no porque me lo pidas, sino porque es lo correcto. Porque a pesar de todo, sigues siendo mi padre.
—Gracias, mija. No sabes cuánto…
—Pero quiero que sepas algo —lo interrumpí nuevamente—. La próxima vez que veas a una niña con sueños grandes, la próxima vez que alguien te diga que las mujeres no servimos para ciertas cosas, quiero que te acuerdes de esta conversación.
—Me voy a acordar, te lo prometo.
Colgué el teléfono y me quedé sentada en mi consultorio, rodeada de mis diplomas, de mis reconocimientos, de todo lo que había logrado a pesar de él. No sentía satisfacción por tener razón. No sentía el dulce sabor de la venganza.
Solo sentía una profunda tristeza por todos los años perdidos, por todas las palabras que no pudimos decirnos, por el orgullo que había construido muros entre nosotros.
Al día siguiente le deposité el dinero que necesitaba. Y siguieron más depósitos los meses siguientes. Porque al final del día, había aprendido algo que mi papá tardó años en entender: el verdadero poder no está en tener la razón, sino en usar lo que has logrado para ayudar a otros, incluso cuando no se lo merecen.
Especialmente cuando no se lo merecen.
Hoy, tres años después de esa llamada, papá viene a mis consultas médicas. Presume con sus amigos de que su hija es doctora. A veces lo veo mirar mis diplomas en la pared con algo que podría parecer orgullo.
Es irónico cómo la vida da vueltas. La niña a la que le dijeron que no podía estudiar porque era mujer, se convirtió en la salvación económica de una familia que nunca creyó en ella.
Y aunque he perdonado, nunca olvidaré la lección: a veces, la mejor venganza no es hacer pagar a quienes nos lastimaron, sino convertirnos en todo lo que ellos dijeron que no podíamos ser.
A veces, la mejor venganza es simplemente tener éxito