Mi padre no me dio la vida, pero me enseñó a vivirla

Me llamo Paz Herrera, tengo 46 años.
Mi madre me puso ese nombre porque soñaba con que mi vida fuera tranquila, sin sobresaltos, llena de serenidad.
Pero el destino… nunca fue tan amable conmigo.

Nunca conocí a mi padre biológico.
Cuando mi madre tenía cinco meses de embarazo, él fue diagnosticado con cáncer.
Rechazó ir al hospital para no gastar el dinero que mi madre necesitaría para darme a luz.
Aguantó el dolor en silencio, y murió un mes después de que yo naciera.

Mi madre me llamó Paz, como un deseo, como una oración para sanar una herida que nunca cerró.


Infancia

Crecí en un pequeño pueblo del estado de Guanajuato, entre montañas y calles empedradas donde todos se conocían.
Nuestra casa era humilde: paredes de adobe, techo de lámina, y el olor a frijoles cocinándose todo el día.
Mi madre trabajaba sin descanso, lavando ropa ajena y vendiendo tamales en la plaza para mantenernos.

Cuando cumplí cinco años, se casó con un hombre llamado Don Ernesto Aguilar, un albañil que había llegado de Jalisco para trabajar en la construcción de una carretera cercana.
Traía consigo a Daniela, su hija de diez años.
Así llegó a mi vida la palabra hermana.

Al principio, yo le decía “señor Ernesto”.
Me sentía incómoda, distante.
Pero él nunca me obligó a nada.
Solo me miraba con sus ojos cansados y una sonrisa cálida, y poco a poco empecé a sentir algo parecido a lo que una niña siente cuando alguien la protege de verdad.
Comencé a llamarlo papá sin que nadie me lo pidiera.


El sacrificio silencioso

Ernesto no era un hombre de muchas palabras.
Era de los que hablan con gestos: levantarse a las cinco de la mañana, regresar de noche cubierto de polvo, pero aún así traerme un dulce o una libreta nueva.
Cuando mi abuelo enfermó, fue él quien lo cuidó.
Cuando murió, fue él quien lo enterró.

Pero en el pueblo, la gente nunca lo aceptó del todo.
Decían: “ese hombre no es de aquí, ni siquiera es de la familia”.
Las miradas y los comentarios hirientes se multiplicaron.
Así que un día, cansado, decidió volver a su tierra natal, San Juan de los Lagos, Jalisco.
Mi madre, siempre fiel, lo siguió.
Yo también.

Allá, la vida fue distinta.
Tenía primos, vecinos buenos, y un techo donde no nos faltaba cariño.
A pesar de no ser su hija de sangre, Ernesto me trataba como si lo fuera.
Cada vez que necesitaba dinero para la escuela, aunque apenas alcanzara para comer, él decía:

—Mientras tú quieras estudiar, mijita, aunque tenga que vender mi herramienta, vas a estudiar.

Yo me aferré a esa promesa con todo mi corazón.


El quiebre familiar

Con los años, mi madre enfermó.
Cansancio, tos, noches en vela… hasta que los médicos hablaron de algo incurable.
Daniela, mi hermana, tuvo que dejar la escuela para ayudar en casa.
Yo seguí estudiando, aunque cada día me pesaba más esa diferencia.

Un día, mientras preparaba café, Daniela explotó.
Le gritó a Ernesto que solo se preocupaba por mí, “la hija de otra”.
Por primera vez, él perdió la paciencia.
Le dio una bofetada.
Ella se marchó al día siguiente con un hombre mayor, sin despedirse.
Pasaron dos años sin que supiéramos nada de ella.

Mi madre murió justo después de que yo terminara el bachillerato.
A los siete días del funeral, Ernesto se me acercó con un sobre en la mano.
Me miró a los ojos y dijo:

—Tu mamá me pidió que te dejara libre. Esta casa ya no es tuya.
Aquí tienes 50 mil pesos, para tus estudios en la universidad de Guadalajara.
No vuelvas. Ya no soy nada tuyo.

Lo miré sin entender.
Creí que la muerte de mi madre había destruido lo poco que quedaba de amor en esa casa.
Lloré, supliqué quedarme, le prometí que trabajaría para ayudarlo.
Pero él solo respondió:

—No me debes nada. Ni yo a ti. Sigue tu camino.

Y así, con el corazón hecho trizas, me fui.
Jurando no volver jamás.


Años después

Estudié, trabajé, crecí.
Me convertí en profesora universitaria, me casé, formé una familia en Guadalajara.
Desde fuera, parecía que todo estaba bien.
Pero dentro de mí, el recuerdo de mi padre adoptivo seguía vivo, como una espina clavada.
Nunca supe más de él.
Ni cartas, ni llamadas.
Solo un silencio que duró una década.

Hasta que un día, durante una visita a mi tío en San Juan, mientras preparábamos café, él me dijo con voz baja:

—Paz, hija… tienes que saber algo.
No fue tu casa la que se vendió cuando te fuiste.
Fue la de Ernesto.

Me quedé helada.
El aire se volvió espeso.
Mi tío continuó:

—Tu mamá le pidió vender la casa para pagar tus estudios, pero la gente ofrecía muy poco.
Así que él vendió la suya, la más grande.
Con ese dinero te dio los 50 mil pesos, y con el resto pagó las deudas del hospital.
Lo que yo te envié cada semestre… también era suyo.
Trabajaba en obras, mandando el dinero con otro nombre.
Solo quería que no sintieras culpa.

Me temblaron las manos.
Todo giraba.
Aquel hombre al que juré no volver a ver… se había arruinado para que yo estudiara.
Había fingido rechazo para que yo siguiera adelante sin mirar atrás.


El reencuentro

Sin pensarlo, tomé el coche y conduje hasta su antigua casa.
Era pequeña, con las paredes cubiertas de humedad.
La puerta estaba entreabierta.
Adentro, lo encontré sentado frente a una estufa vieja, con un suéter raído y una mirada que todavía brillaba.

Cuando me vio, se quedó quieto.
Luego, con una sonrisa temblorosa, murmuró:

—Hace frío afuera, hija.
Entra, te preparé café.

No pude contener las lágrimas.
Corrí hacia él, lo abracé y dije entre sollozos:

—Perdóname, papá.
Fui una tonta.
Te culpé durante tantos años… y tú solo me amabas en silencio.

Él me abrazó con fuerza, sus manos ásperas temblaban en mi espalda.

—Tú eres mi hija, Paz.
No importa de dónde vengas.
Yo no te di la vida… pero tú le diste sentido a la mía.

Nos quedamos así, en silencio, mientras el café hervía lentamente.
Afuera, comenzaba a llover.
Y por primera vez en muchos años, sentí que mi nombre —Paz— tenía sentido.


Desde entonces, cuando alguien me pregunta:

—¿Quién es tu padre?

Yo sonrío y respondo con orgullo:

—Mi padre no me dio la vida, pero me enseñó a vivirla.