Mi mamá me devolvió al orfanato porque no le gustaba a su nuevo esposo.


Recuerdo el día que mamá me llevó de vuelta al orfanato como si fuera ayer, aunque han pasado cinco años. Yo tenía apenas siete años y no entendía por qué mi pequeña maleta estaba sobre la cama esa mañana.

—Cariño, necesito que seas fuerte —me dijo mamá, evitando mirarme a los ojos—. Ricardo y yo… bueno, él cree que sería mejor si…

—¿No le gusto a Ricardo? —la interrumpí, sintiendo cómo se me hacía un nudo en la garganta.

Ella se arrodilló frente a mi silla de ruedas y finalmente me miró. Tenía los ojos rojos.

—No es eso, mi amor. Es solo que… las cosas son complicadas. Pero volveré por ti, te lo prometo.

No volvió. Bueno, no cuando yo la necesitaba.

Los primeros meses en el orfanato fueron los más oscuros de mi vida. Cada noche lloraba en silencio, aferrada a la única foto que tenía de mamá y yo. Hasta que un sábado soleado de primavera, todo cambió.

—Sofía, hay una pareja que quiere conocerte —me dijo la señora Marta, la directora del orfanato, con una sonrisa genuina.

Elena y Tomás entraron a la sala de juegos. Ella tenía una sonrisa cálida y él llevaba un libro de cuentos bajo el brazo.

—Hola, Sofía —dijo Elena, sentándose a mi altura—. Nos contaron que te encantan las historias de aventuras.

—Sí —respondí tímidamente—. Pero solo puedo leer sobre ellas. Yo no puedo tener aventuras de verdad.

Tomás se acercó y se sentó en el suelo junto a mí.

—¿Sabes? Las mejores aventuras no siempre requieren caminar. A veces solo necesitas imaginación… y las personas correctas a tu lado.

Tres meses después, me fui a casa con ellos. Mi casa. Por primera vez en mucho tiempo, esa palabra significaba algo.

—Sofía, queremos que sepas algo —me dijo Elena una noche, mientras me arropaba—. Vamos a hacer todo lo posible para ayudarte. Hemos hablado con los mejores doctores.

—¿Para qué? —pregunté, confundida—. Yo nací así.

—No exactamente —intervino Tomás, entrando a la habitación—. Revisamos tu historial médico. Tu condición se puede tratar, cariño. Es un camino largo, pero si tú quieres intentarlo, nosotros estaremos contigo en cada paso.

Los tratamientos fueron agotadores. Terapias físicas cinco días a la semana, cirugías, lágrimas, frustración. Pero Elena y Tomás nunca faltaron. Ni un solo día.

—Vamos, mi guerrera, un paso más —me animaba Tomás durante las sesiones de fisioterapia.

—No puedo, papá. Me duele mucho —sollozaba yo, aferrada a las barras paralelas.

—Sé que duele, mi amor. Pero mírame —decía Elena, tomando mi mano—. No tienes que hacerlo sola. Nunca más estarás sola.

Y no lo estaba. Por primera vez en mi vida, no estaba sola.

Dos años después de iniciar los tratamientos, di mi primer paso sin ayuda. Lloré. Ellos lloraron. Fue el día más feliz de mi vida.

Tenía doce años cuando mamá apareció en la puerta de nuestra casa. La reconocí de inmediato, aunque se veía diferente, más delgada, con más canas.

—¿Sofía? —susurró, con lágrimas rodando por sus mejillas—. Hija, cuánto has crecido. Yo… vine a buscarte. Me divorcié de Ricardo. Podemos volver a estar juntas.

Sentí cómo Elena se tensaba detrás de mí, pero no dijo nada. Solo puso su mano suavemente en mi hombro, dejándome decidir.

Miré a la mujer que me dio a luz, la que me abandonó cuando más la necesitaba. Luego miré hacia atrás, donde estaban Elena y Tomás, las personas que me habían dado no solo tratamientos costosos, sino amor incondicional, noches sin dormir, lágrimas compartidas, victorias celebradas.

—Yo ya tengo una familia —dije finalmente, con voz firme—. Tengo una mamá y un papá que nunca me dejaron, ni cuando las cosas se pusieron difíciles.

—Pero yo soy tu madre —insistió ella, con voz quebrada.

—Ser madre es más que dar a luz —respondí, sintiendo la mano de Elena apretando mi hombro con amor—. Es quedarse. Es luchar. Es amar sin condiciones. Tú elegiste irte. Yo elijo quedarme con quienes me eligieron a mí.

Mamá se fue llorando ese día. A veces me pregunto si hice lo correcto, si fui muy dura. Pero luego miro a mi alrededor: veo las fotos de mi primera carrera en el parque, mi graduación de secundaria, las vacaciones familiares. Veo a Elena enseñándome a cocinar, a Tomás ayudándome con la tarea, las risas compartidas, los abrazos reconfortantes.

Y sé que tomé la decisión correcta.

Porque una familia no se define por la sangre, sino por el amor que nos sostiene cuando ya no podemos sostenernos solos. Y yo encontré la mía, justo cuando más la necesitaba.

Hoy tengo quince años. Camino, corro, bailo. Pero más importante que eso: soy amada. Completamente, incondicionalmente amada.

Y eso es todo lo que una niña necesita.