Mi mamá dijo que era una pérdida de tiempo hacer mi fiesta de XV años, porque tengo vitíligo.
Cuando mamá dijo esas palabras, sentí como si me hubieran tirado un balde de agua helada.
—Es una pérdida de tiempo, Sofía. ¿Para qué vamos a gastar en una fiesta si tú… bueno, ya sabes cómo estás —dijo sin mirarme a los ojos, señalando vagamente mi rostro y mis manos.
Me quedé congelada en la puerta de la cocina. Las manchas blancas en mi piel, esas que habían aparecido hace dos años y que se habían extendido por mi cara, cuello y manos, de pronto pesaban más que nunca.
—Mamá, yo… —intenté hablar, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
—No te lo tomes a mal, mija. Es solo que la gente va a estar viendo, comentando. Es mejor no llamar la atención.
Subí corriendo a mi cuarto y me tiré en la cama a llorar. Había soñado con mi fiesta de quince años desde niña. El vestido, el vals, las fotos. Todo.
Al día siguiente, estaba en casa de mis abuelos ayudando a la abuela con las plantas cuando el abuelo salió al jardín con su bastón.
—¿Y esa cara tan larga, mi reina? —preguntó sentándose en su silla de siempre.
No pude aguantarme. Le conté todo entre sollozos.
La abuela dejó la regadera y vino a abrazarme.
—Ay, mi niña hermosa —susurró, acariciando mi cabello.
El abuelo se quedó callado un momento, con esa mirada seria que ponía cuando algo le molestaba de verdad.
—¿Sabes qué, Sofía? Tu mamá está equivocada —dijo finalmente—. Y vamos a demostrárselo.
—Abuelo, no es necesario que…
—Claro que es necesario —interrumpió la abuela—. Vas a tener tu fiesta. Tu abuelo y yo nos encargamos.
—Pero es mucho dinero…
—El dinero va y viene —dijo el abuelo, golpeando suavemente el suelo con su bastón—. Pero solo cumples quince años una vez. Y tú eres la niña más bonita del mundo, con vitíligo o sin vitíligo.
Los siguientes meses fueron un torbellino. Mis abuelos organizaron todo en secreto. Bueno, no tan secreto: mamá se enteró, pero para entonces ya estaba todo en marcha.
El día de la fiesta, mientras me maquillaban, llegó mamá al salón. Traía los ojos rojos.
—Mija, yo… —comenzó, pero se le quebró la voz—. Perdóname. Tuve miedo de que la gente te lastimara con sus comentarios, pero fui yo quien te lastimó.
Me levanté y la abracé.
—Está bien, mamá.
—No, no está bien —dijo separándose para mirarme—. Eres preciosa. Siempre lo has sido. Y merecías que tu propia madre te lo dijera todos los días.
Cuando entré al salón del brazo del abuelo, con mi vestido rosa y mi corona brillante, todos se pusieron de pie. La abuela lloraba en primera fila. Mamá estaba junto a ella, sonriendo aunque las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¿Lista, princesa? —susurró el abuelo.
—Lista, abuelo.
Bailamos el vals. Mis amigas me rodearon para el brindis. Las fotos quedaron hermosas. Y sí, mi vitíligo estaba ahí, en cada imagen, pero también estaba mi sonrisa. La más grande y verdadera de mi vida.
Esa noche, antes de irme, abracé a mis abuelos.
—Gracias por creer en mí —les dije.
—Nosotros siempre vamos a creer en ti —dijo la abuela—. Porque no hay nada que celebrar más que la persona maravillosa que eres.
El abuelo me guiñó un ojo.
—Y cualquiera que diga lo contrario tendrá que vérselas con este viejo y su bastón.
Reí. Y en ese momento supe que no importaba lo que el mundo pensara de mi piel. Lo único que importaba era cómo yo me veía a mí misma.
Y gracias a mis abuelos, finalmente me veía completa.