Mi hermana muri0 dando a luz. Hoy su hija me llama mamá.

Recuerdo la hora exacta porque miré el reloj cuando el médico salió de la sala de partos, con esa expresión que todos reconocemos pero nadie quiere ver. Antes de que abriera la boca, yo ya sabía.

María había muert0.

—Lo siento mucho —dijo, y agregó algo sobre complicaciones, sobre una hemorragia que no pudieron controlar, sobre decisiones tomadas en fracciones de segundo.

Pero yo dejé de escuchar después de “lo siento”.

Seis meses antes, María llegó a mi departamento con una ecografía en la mano y lágrimas en los ojos.

—Estoy embarazada —susurró, como si decirlo más alto lo hiciera más real.

—¿Y el padre? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Ese novio ocasional que desapareció cuando las cosas se pusieron serias.

—Se fue —confirmó—. Pero no importa. Voy a tenerlo, Sofía. Voy a tener este bebé.

La abracé, aunque algo en mi pecho se apretó. María siempre había sido frágil. De salud delicada, con una condición cardíaca que los médicos habían mencionado más de una vez como “preocupante”.

—¿Hablaste con el doctor Ramírez? —le pregunté.

Ella apartó la mirada.

—Sí.

—¿Y?

—Dice que es de alto riesgo. Que debería… considerar otras opciones.

—María…

—No —me interrumpió, con una firmeza que nunca le había escuchado—. No voy a hacerlo, Sofía. Es mi bebé. Ya lo decidí.

Los siguientes meses fueron una pesadilla de visitas al hospital, monitores, análisis de sangre. Yo la acompañaba a cada cita, apretando su mano mientras los médicos.

—Todavía estás a tiempo —le decía, una y otra vez—. Nadie te juzgaría, María. Tienes que pensar en ti.

Pero ella solo sonreía, con la mano sobre su vientre creciente.

—Ya estoy pensando en mí —respondía—. Y en ella. Se llama Emma, lo decidí ayer.

En la semana 32, el doctor Ramírez nos citó a las dos.

—María, tu corazón no está aguantando. Si continuamos con el embarazo, hay un 70% de probabilidad de que no sobrevivas al parto.

El aire abandonó la habitación.

—¿Y el bebé? —preguntó María, con voz temblorosa pero clara.

—El bebé tiene buenas probabilidades si inducimos el parto ahora o hacemos una cesárea de emergencia cuando sea necesario. Pero tú…

—Entonces esperamos —lo interrumpió.

—María, no —supliqué—. Por favor. No puedes hacer esto. No puedes dejarme.

Ella tomó mi mano.

—Sofía, si algo me pasa… quiero que tú la cuides. Quiero que Emma sea tuya.

—¡No! —grité, sin importarme que el médico estuviera ahí—. ¡No quiero un bebé, te quiero a ti! ¡Eres mi hermana, maldita sea! ¡No hagas esto!

Las lágrimas corrían por su rostro, pero su expresión no cambió.

—Prométemelo —susurró—. Prométeme que cuidarás de ella.

No pude responder. Solo salí de la consulta, temblando de rabia y miedo.

***

Dos semanas después, María colapsó en su departamento. La llevaron de emergencia al hospital. Su corazón estaba fallando.

Yo llegué corriendo, encontrándola rodeada de máquinas y médicos.

—Sofía —me dijo, con voz débil, mientras me tomaba la mano—. Tengo miedo.

—Lo sé, mi amor, lo sé —lloré—. Pero vas a estar bien. Los dos van a estar bien.

Ella negó con la cabeza, con una calma terrible.

—No. Tú sabes que no. Pero ella sí. Emma va a estar bien. Escrito por Gisel Dominguez.

—María, por favor…

—¿Me lo prometes? —insistió, apretando mi mano con una fuerza que no creí que tuviera—. ¿Prometes que la amarás como si fuera tuya?

Me quebré.

—Sí —sollozé—. Sí, te lo prometo.

Ella sonrió. Esa sonrisa suya, la que iluminaba todo.

—Gracias. Ahora ya puedo irme tranquila.

—No digas eso —supliqué—. No te vayas, María. No me dejes.

Pero sus ojos ya se cerraban.

—Dile… que la amé… antes de conocerla.

***

Emma nació por cesárea de emergencia. Dos kilos doscientos gramos de vida y pulmones fuertes. Perfecta.

María muri0 tres minutos después.

No pude verla al principio. No podía mirar a esa bebé sin sentir que ella me había robado a mi hermana. Que su existencia había costado la única familia que me quedaba.

Pero las enfermeras me la trajeron, envuelta en una manta celeste, y cuando abrió los ojos…

Eran los ojos de María.

La misma forma, el mismo color avellana con motas doradas. Y algo en mi pecho —ese algo que había estado roto desde las 3:47 de la madrugada— empezó a latir de nuevo.

—Hola, Emma —susurré, con la voz quebrada—. Soy tu tía Sofía. Tu mamá… tu mamá te amaba tanto.

Emma bostezó, diminuta y perfecta, y algo en ese momento lo entendí.

María no me había abandonado.

Me había dado la parte más preciosa de ella para que siguiera aquí. Para que nunca estuviera sola.

***

Han pasado tres años. Emma está durmiendo en la habitación que pinté de amarillo porque María siempre decía que el amarillo era el color de la esperanza. Tiene sus rizos oscuros, su sonrisa luminosa, su forma de reír que hace que el mundo parezca menos pesado.

Hoy encontré una carta entre las cosas de María. Estaba dirigida a mí, escrita con esa letra temblorosa de sus últimas semanas.

*”Sofía,*

*Sé que estás enojada conmigo. Y lo entiendo. Pero necesito que sepas algo: no estoy eligiendo a Emma sobre ti. Estoy eligiendo el amor sobre el miedo. Estoy eligiendo creer que la vida, incluso cuando duele, siempre vale la pena.*

*Tú vas a ser una madre increíble para ella. Mejor de lo que yo hubiera sido, porque tú eres fuerte de las formas que yo nunca fui.*

*No llores por mí demasiado tiempo. Vive. Ama a mi niña. Y dile, cuando sea mayor, que su mamá eligió morir por amor. Y que no me arrepiento.*

*Te amo,*
*María”*

Doblo la carta con cuidado, secándome las lágrimas.

En la habitación de al lado, Emma se despierta y me llama:

—¡Mami!

Sonrío, aunque me duele. Porque sí, María eligió morir por amor.

Y yo tardé tres años en entenderlo.