Mi ex se burló de mí por ser madre soltera. Hoy trabajo en el banco que embargó su casa.
Nunca olvidaré ese día en el supermercado, hace cinco años. Yo empujaba el carrito con Sofía en el asiento infantil, intentando hacer malabares con la lista del mercado y un presupuesto que apenas alcanzaba. Entonces lo vi. Marcos. Mi ex.

—¿Carla? —dijo con esa sonrisa que alguna vez me había parecido encantadora—. Wow, te ves… diferente.
Diferente era su forma elegante de decir “acabada”. Llevaba mi uniforme del restaurante donde trabajaba de mesera, el pelo recogido en una cola desprolija, y probablemente tenía ojeras hasta las rodillas.
—Hola, Marcos —respondí, intentando sonar casual.
—Así que es verdad —dijo, mirando a Sofía—. Te quedaste con la niña.
*Me quedé con la niña*. Como si mi hija fuera un sofá viejo que nadie quería.
—Es mi hija, Marcos. No es quedarse con ella, es criarla.
—Bueno, bueno, no te pongas sensible —rio, y luego se inclinó como compartiendo un secreto—. Oye, no te ofendas, pero… ¿no te da vergüenza? Ser madre soltera, trabajando de mesera. Podrías haber hecho algo con tu vida si no hubieras sido tan terca.
Me quedé helada. Su novia, una mujer impecablemente vestida, apareció a su lado.
—¿Vienes, amor? Tenemos esa cena en el club —dijo ella, mirándome de arriba abajo con desdén.
—Ya voy, preciosa —respondió Marcos, luego me miró una última vez—. Suerte, Carla. La vas a necesitar.
Esa noche lloré mientras Sofía dormía. Pero esas lágrimas fueron las últimas que derramé por él.
—
Volví a estudiar. Me inscribí en cursos nocturnos de administración y finanzas mientras mi madre cuidaba a Sofía. Dormía cuatro horas diarias. Tomaba café como si fuera agua. Pero seguí adelante.
Tres años después, conseguí un puesto de analista junior en un banco. Dos años más tarde, me ascendieron a oficial de créditos hipotecarios.
Y hoy, esta mañana, cuando revisaba la lista de embargos pendientes, vi su nombre.
Marcos Restrepo. Avenida Los Cerezos 847.
Mi mano tembló sobre el mouse. Leí el expediente completo. Atrasos de ocho meses. Múltiples avisos ignorados. Un negocio fallido de restaurantes gourmet que lo había dejado en bancarrota.
—Carla, ¿puedes encargarte del embargo de Los Cerezos? —preguntó mi jefe—. Es delicado. El deudor ha sido… difícil.
—Por supuesto —respondí, manteniendo la voz firme.
Dos días después, toqué el timbre de esa casa que alguna vez había visto en sus redes sociales. Una casa hermosa, con jardín impecable y fuente en la entrada. La misma casa donde presumía su “vida exitosa”.
Marcos abrió la puerta. Llevaba pants y una camiseta manchada. Había envejecido mal, con entradas pronunciadas y barriga cervecera.
Me miró sin reconocerme al principio. Llevaba mi traje sastre negro, tacones, y el pelo perfectamente peinado.
—Buenos días, soy Carla Mendoza, oficial de créditos del Banco Central. Vengo por el proceso de embargo.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Carla? —susurró—. No… no puede ser.
—Señor Restrepo, ¿podemos pasar a revisar la documentación?
Entré con el notario y el cerrajero. Marcos me seguía como un fantasma.
—Carla, espera… no sabía que trabajabas aquí. Mira, podemos hablar, ¿no? Por los viejos tiempos.
Me volteé hacia él.
—Señor Restrepo, esto es estrictamente profesional. Usted ha incumplido con sus obligaciones crediticias por ocho meses consecutivos. El banco ha agotado todas las instancias de negociación.
—Pero Carla, yo… necesito más tiempo. El negocio va a despegar, solo necesito…
—Eso es lo que ha dicho en las últimas seis notificaciones —interrumpí, revisando mi carpeta—. Señor Restrepo, tiene 72 horas para desalojar la propiedad.
Su rostro palideció.
—¿Te acuerdas cuando nos encontramos en el supermercado? —pregunté, esta vez permitiéndome un tono más personal—. Me preguntaste si no me daba vergüenza ser madre soltera, trabajar de mesera.
—Yo… estaba siendo idiota. Lo siento.
—¿Sabes qué? No me daba vergüenza entonces, y no me da vergüenza ahora —continué—. Porque mientras tú presumías tu vida perfecta, yo construía la mía. Sofía está en segundo grado, con honores. Terminé mi carrera. Tengo un buen trabajo, una casa propia, y sobre todo, tengo dignidad.
Marcos agachó la cabeza.
—¿Dónde está tu novia? —pregunté—. ¿La del club?
—Se fue cuando se acabó el dinero —murmuró.
Asentí lentamente.
—Señor Restrepo, el notario le hará entrega de la documentación. Que tenga buenos días.
Caminé hacia la puerta, mis tacones resonando en el mármol de esa casa que pronto ya no sería suya.
—Carla —me llamó.
Me detuve sin voltear.
—Me equivoqué contigo. Siempre fuiste más fuerte que yo.
—Lo sé —respondí, y salí sin mirar atrás.
Esa noche, abracé a Sofía mientras hacíamos su tarea de matemáticas. Ella me miró con esos ojos enormes que tanto amo.
—Mami, ¿por qué estás sonriendo tanto?
—Porque hoy fue un buen día, mi amor. Un muy buen día.
No sentí placer por su caída. No sentí venganza. Sentí algo mejor: sentí que cada desvelada, cada sacrificio, cada momento en que dudé de mí misma, había valido la pena.
Porque al final, la mejor venganza no es ver caer a quien te humilló. La mejor venganza es levantarte tú misma, tan alto que ya no puedas verlo cuando mires hacia abajo.