“Mi esposo me dijo que sin él no tendría techo. Hoy alquilo la casa donde vive con su nueva esposa.”
Recuerdo perfectamente el día que Rodrigo me lo dijo. Estábamos en la cocina de nuestra casa—bueno, *su* casa, según él—y yo había mencionado algo sobre pintar la sala de otro color.
—¿Pintar? —se rio, con esa risa que había empezado a sonar más como un ladrido—. Ay, mi amor, ¿te olvidas de que esta casa es mía? Sin mí, no tendrías ni techo sobre tu cabeza.
Me quedé helada con la taza de café a medio camino hacia mis labios.
—¿Perdón?
—Lo que oíste. —Se acomodó el cinturón con ese gesto que hacía cuando quería parecer importante—. Yo pago la hipoteca. Yo compré esta casa. Si mañana te vas, ¿dónde vas a vivir? ¿Con tu mamá?
Algo se rompió dentro de mí ese día. No fue dramático, no hubo gritos. Fue más bien como cuando se cae un plato al piso y queda tan pulverizado que ni vale la pena recoger los pedazos.
—Tienes razón —le dije, y vi cómo se sorprendía de que no discutiera—. Sin ti, no tendría este techo.
Lo que Rodrigo no sabía era que yo había estado trabajando en silencio todos esos años. Mientras él presumía de ser el proveedor, yo había ahorrado cada peso que ganaba con mis traducciones freelance. Cada. Maldito. Peso.
Seis meses después, cuando me dejó por Vanessa—su “verdadero amor”, una influencer de veintiséis años con más filtros que personalidad—, Rodrigo estaba convencido de que me había dejado en la ruina.
—Espero que encuentres dónde quedarte —me dijo mientras empacaba sus cosas, con una sonrisa que pretendía ser compasiva pero solo era cruel—. Sé que esto es duro para ti.
—Estaré bien —respondí.
Y vaya que estuve bien.
Resulta que con mis ahorros y un préstamo que mi hermano me ayudó a conseguir, compré un dúplex en una zona que estaba empezando a ponerse de moda. No era enorme, pero era *mío*. Todo a mi nombre.
Lo dividí en dos departamentos y puse uno en alquiler.
El primer prospecto que llegó fue una pareja joven. Él, alto y con ese aire de galán venido a menos. Ella, rubia de Instagram, con uñas postizas que no dejaba de admirar mientras miraba las ventanas.
—¿Rodrigo? —dije cuando abrí la puerta, fingiendo sorpresa.
Mi ex se puso pálido.
—¿Mar… Mariana? ¿Qué haces aquí?
—Vivo arriba. Esta es mi propiedad. —Sonreí—. ¿Vienen a ver el departamento en alquiler?
Vanessa me miró de arriba abajo con desdén.
—¿*Tu* propiedad? Rodri, dijiste que ella no tenía nada.
—Yo… bueno… —Rodrigo tartamudeaba como adolescente nervioso.
—Las cosas cambian —dije, encogiéndome de hombros—. ¿Quieren ver la cocina? Es más grande que la de la casa donde vivíamos nosotros, Rodri. Y el baño tiene una tina de hidromasaje increíble.
Durante todo el recorrido, Rodrigo no pudo mirarme a los ojos. Vanessa, en cambio, no dejaba de hacer preguntas sobre los closets y si podía pintar las paredes de rosa millennial.
Al final del tour, nos sentamos en la pequeña sala.
—Es perfecto —dijo Vanessa, tomando la mano de Rodrigo—. Amor, deberíamos quedarnos. Está cerca de tu trabajo y el precio es razonable.
Rodrigo me miró con una mezcla de humillación y súplica.
—¿Hay… otros interesados?
—Un par —mentí—. Pero ustedes fueron los primeros en verlo. Puedo darles hasta mañana para decidir.
Esa noche recibí un mensaje de Rodrigo: *”Por favor, no hagas esto.”*
Le respondí: *”¿Hacer qué? ¿Alquilarte un departamento? Es solo negocios, Rodri. Nada personal.”*
Firmaron el contrato dos días después.
Ahora, cada vez que subo las escaleras hacia mi departamento, escucho la vida que transcurre abajo. Las discusiones de Vanessa sobre sus likes en Instagram. Las quejas de Rodrigo sobre el trabajo. El crujido de los muebles baratos que pudieron comprar.
Y cada primero de mes, cuando Rodrigo deposita el alquiler en mi cuenta, me sirvo una copa de vino y brindo sola en mi cocina—*mi* cocina.
—Por los techos —susurro, sonriendo.
Porque resulta que sin él, no solo tengo techo. Tengo dos. Y uno se lo alquilo a él.
La vida tiene un sentido del humor exquisito.