Mi esposo me dejó en la calle embarazada… y una semana después volvió para dejarme a su otra hija.
El portazo resonó en toda la casa vacía. Bueno, ya no era mi casa. Dejé de serlo en el momento en que Ricardo metió mis cosas en dos maletas y las arrojó a la acera.
—No puedo seguir con esto, Gabriela. Lo siento —dijo sin mirarme a los ojos, con una mano ya en el picaporte—. Necesito rehacer mi vida.
Me llevé la mano al vientre, donde apenas se notaba el bulto de cinco meses.
—¿Rehacer tu vida? ¡Estoy embarazada de tu hijo, Ricardo! ¿Cómo puedes…?
—Ya tomé mi decisión.
Y se fue. Así de simple. Doce años juntos, sin papeles de por medio porque “el amor no necesita un contrato”, decía él. Qué ingenua fui.
Me quedé ahí parada, en plena Avenida Miraflores, con dos maletas y el peso del mundo sobre los hombros. Una vecina que pasaba desvió la mirada. Otra chasqueó la lengua con lástima. Nadie se detuvo.
Esa primera noche la pasé en la banca de una plaza. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas. Al amanecer, me sequé la cara y me dije: “El bebé necesita que seas fuerte”.
Lo que no sabía era que Ricardo aún no había terminado de destruirme.
—
Una semana después, cuando ya había conseguido instalarme en un rincón bajo el alero de una tienda cerrada, lo vi volver. Llegó en el mismo auto, pero esta vez no venía solo.
—Gabriela, necesito que me hagas un favor —dijo, bajando del vehículo.
Me levanté de un salto, el corazón latiéndome con fuerza. Por un segundo absurdo, pensé que venía a disculparse, a llevarme de regreso.
Entonces abrió la puerta trasera y sacó a una niña de unos cuatro años, de grandes ojos marrones y el cabello despeinado.
—Esta es Valeria. Es… es mi hija.
El mundo se detuvo.
—¿Qué?
—Mira, no tengo tiempo para explicaciones. Su madre y yo nos vamos fuera del país. Hoy. No podemos llevarla. Tú siempre quisiste hijos, así que…
—¿Estás loco? ¡Ricardo, estoy viviendo en la calle!
Ignoró mis palabras, dejó a la niña frente a mí junto con una mochilita rosa y una máquina de coser vieja.
—Esto era de mi abuela. Tal vez te sirva para algo. Cuida bien a Valeria.
—¡Ricardo, espera! ¡No puedes…!
Pero ya se había subido al auto. Vi cómo se alejaba, dejando una estela de polvo y dos vidas rotas en la acera.
Valeria me miró con esos ojos enormes, llenos de miedo y confusión.
—¿Dónde está mi papá?
Me arrodillé frente a ella, con las lágrimas quemándome las mejillas, y le acaricié el cabello.
Escrito por Gisel Dominguez.
—Se fue, mi amor. Pero yo voy a cuidarte, ¿está bien?
Ella asintió despacio y se abrazó a mi cuello. En ese momento, algo dentro de mí se endureció. No iba a dejar que esto nos destruyera.
—
La máquina de coser a pedal se convirtió en nuestra salvación.
Al principio, la gente me miraba con desconfianza: una mujer embarazada con una niña pequeña, cosiendo en plena calle. Pero cuando la señora Domínguez vio cómo le remendé el dobladillo de su vestido, corrió la voz.
—Hazme un arreglo en este pantalón y te pago con esta tela que me sobró —me dijo don Arturo, el del puesto de abarrotes.
—¿Puedes coserle el uniforme a mi hijo? Te doy estos hilos y dos latas de atún.
Poco a poco, empecé a construir algo. Con cada trozo de tela que recibía como pago, cosía ropa para Valeria y para mí. Con cada carrete de hilo, mejoraba mi técnica. Los retazos se convirtieron en blusas, las blusas en vestidos.
Valeria se sentaba a mi lado, observándome coser durante horas.
—¿Puedo ayudar? —preguntaba.
—Claro que sí, mi amor. Pásame esas tijeras.
Mi hija nació tres meses después, en el hospital público. La llamé Esperanza. Porque eso era lo que teníamos: esperanza.
—
Pasaron los años. Nunca volví a saber de Ricardo.
Con el tiempo, conseguí un pequeño local. Luego otro. Las clientas que antes me pagaban con telas ahora venían con billetes, pidiendo diseños exclusivos. “Gabriela tiene un ojo especial para la moda”, decían.
Valeria creció a mi lado, aprendiendo cada puntada. Esperanza también. Mis dos hijas, unidas no por la sangre sino por algo más fuerte: el amor que se elige cada día.
Hoy, veinte años después, “Costuras Gabriela” es una marca reconocida internacionalmente. Tengo tres tiendas en la capital y estoy por abrir una cuarta en el extranjero. Cada prenda lleva bordada una pequeña máquina de coser, en honor a esa Singer antigua que nos salvó la vida.
Ayer, durante el desfile de nuestra nueva colección, Valeria —ahora mi directora de diseño— y Esperanza —gerente de operaciones— subieron al escenario conmigo.
—Todo lo que somos es gracias a ti, mamá —dijo Valeria, con los ojos brillantes.
—No —respondí, abrazándolas a ambas—. Es gracias a nosotras. A lo que construimos juntas cuando el mundo nos dio la espalda.
Desde el público, escuché los aplausos. Miré hacia la primera fila y, por un instante, imaginé a esa mujer asustada en la calle, con una máquina de coser y dos niñas que proteger.
Le sonreí.
Lo logramos.