Mi abuela no nos quiso cuidar más y la metieron a un geriátrico. Entonces fingí ser una anciana para sacarla
Entré al geriátrico “Atardecer Dorado” con una bata de hospital que robé del cesto de ropa sucia y arrastrando los pies como si tuviera noventa años. Llevaba también una peluca gris que compré en una tienda de disfraces con mis ahorros.
—Vengo a ver a mi… eh… compañera de bingo —le dije a la recepcionista, que ni siquiera levantó la vista de su celular.
—Habitación 237, pasillo de la derecha.
“Demasiado fácil”, pensé mientras avanzaba por el corredor. El olor a desinfectante y sopa de verduras me recordó por qué odiaba este lugar. Llevaba dos semanas sin ver a la abuela desde que mamá la trajo aquí.
Toqué la puerta.
—¿Quién es? —escuché su voz, más apagada que antes.
—Soy Gertrudis, su vecina de habitación —dije con voz temblorosa de anciana.
Abrió la puerta y me miró de arriba abajo con esos ojos que no se pierden nada.
—Sofía Fernández, ¿qué diablos traes puesto?
—¡Abuela! —me quité la peluca—. ¿Cómo supiste?
—Niña, te cambié los pañales cuando tu madre tenía “cosas más importantes que hacer”. Reconocería esos pies torcidos a un kilómetro. Además, ninguna viejita de este lugar tiene uñas pintadas de morado con brillantina.
Me dejó pasar y cerró la puerta. Su habitación era pequeña y triste, con apenas una foto nuestra que yo le había traído a escondidas en la primera visita.
—Vine a sacarte de aquí —anuncié, y se me quebró la voz.
Ella suspiró y se sentó en su cama, de repente parecía más pequeña.
—Tu madre tiene mis documentos, mi pensión, todo. Dice que aquí estoy “mejor cuidada” —hizo comillas con los dedos—. La verdad es que me castigó por negarme a ser su niñera gratis.
—Eso no es justo, abuela. Solo dijiste que querías descansar, que ya criaste a tus hijos…
—Le dije que no iba a criar a los suyos también. Que a mis setenta y dos años quería ir a mi club de lectura, a mis clases de pintura, a vivir lo que me quedaba. Y dos días después estaba aquí, firmando papeles que ni me dejó leer bien.
Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Pero abuela, aquí te tienen comiendo gelatina todo el día y viendo telenovelas horribles. ¡En tu casa tenías tu jardín, tus amigas, tu vida!
—Tenía una hija que pensaba que solo sirvo si le soy útil —dijo con tristeza—. Cuando les dije que no, dejé de importarle.
—A mí sí me importas. Y a Mateo también. Él llora todas las noches preguntando cuándo vuelves.
La abuela se limpió los ojos disimuladamente.
—¿Y cómo planeas sacarme, mi niña? Tu madre es mi tutora ahora. Firmé todo eso sin entender bien, pensé que era solo el ingreso…
—Entonces lo deshacemos. ¿Hay algún abogado aquí? ¿Alguien que te pueda ayudar?
—Sofía, esto no es una película…
—¡No me importa! —me puse de pie—. Mamá no puede hacer esto. Tú no estás enferma, no necesitas estar encerrada. Solo quisiste tener tu propia vida y ella te encerró por eso.
La abuela me miró con esos ojos brillantes, y por primera vez en semanas, vi un poco de la chispa de siempre.
—Hay un señor en la habitación 240, el señor Gómez. Era abogado. Su hija lo trae los domingos. Es el único que todavía tiene la cabeza bien puesta aquí dentro.
—Perfecto. Mañana vuelvo, sin disfraz esta vez. Traeré tus documentos de casa, los que mamá guarda en su escritorio.
—Sofía, eso es…
—¿Robar? No, abuela. Estoy recuperando lo que es tuyo. ¿Dónde está la llave de tu departamento? Mamá no lo vendió todavía, ¿verdad?
La abuela sonrió, esa sonrisa traviesa que tanto me gustaba.
—Está en mi bolso, el que traje el primer día. Tu madre lo metió en ese armario y nunca lo revisó. La llave tiene una cinta azul.
—Bien. Y abuela… —la abracé fuerte—. Vamos a sacarte de aquí. No porque mamá no quiera cuidarte, sino porque tú tienes derecho a cuidar de ti misma.
—¿Cuándo te volviste tan sabia, niña?
—Aprendí de la mejor —le di un beso en la frente—. Te quiero, abuela. No porque me cuides o me hagas la cena. Te quiero porque eres tú.
Ella se limpió las lágrimas de verdad esta vez.
—Yo también te quiero, mi Sofi. Ahora vete antes de que venga la enfermera del turno tarde. Esa sí se da cuenta de todo.
—¿Nos vemos mañana?
—Trae chocolates. Los de aquí son una porquería. Y Sofi… gracias por no olvidarte de mí.
—Nunca podría, abuela.
Cuando salí del “Atardecer Dorado”, llamé a mi mejor amiga Laura.
—Necesito tu ayuda. Operación rescate de abuela, fase dos.
—¿Qué necesitas?
—Una cámara para grabar cuando hable con el abogado, imprimir información sobre derechos de los adultos mayores, y que me acompañes al departamento de la abuela mañana mientras mamá está en el trabajo.
—Cuenta conmigo. Tu mamá está muy mal por hacer eso.
—Lo sé. Pero vamos a arreglarlo.
Colgué y miré el edificio gris del geriátrico. La abuela no se merecía estar ahí solo porque mamá confundió amor con utilidad.
A la mañana siguiente, me levanté antes del amanecer. No dormí nada. Pasé la noche planeando cada paso como si fuera una misión secreta. Laura llegó puntual, con una mochila llena de papeles, una cámara y dos cafés enormes.
—Lista, agente Sofía —bromeó mientras me entregaba el suyo—. ¿Segura de que quieres hacerlo?
—Más que nunca. Nadie encierra a mi abuela y se sale con la suya.
Entramos al departamento de mamá con la llave de repuesto que guardaba en mi chamarra desde la secundaria. La casa estaba en silencio. Mamá había salido temprano al trabajo, como siempre. Me temblaban las manos mientras abría el cajón del escritorio. Entre facturas y papeles viejos, ahí estaban: la carpeta azul con los documentos de la abuela y su bolso con la cinta celeste.
—Aquí están —susurré, sacando el manojo de llaves—. La libertad pesa menos de cien gramos.
Laura me ayudó a escanear todo: identificación, papeles médicos, incluso el contrato del geriátrico. Había una cláusula que decía “tutela permanente a nombre de Patricia Fernández”.
—Con esto, el abogado puede pedir una revisión judicial —explicó Laura, que había investigado toda la noche—. Si demuestra que tu abuela está en pleno uso de sus facultades, tu mamá podría perder la tutela.
—Perfecto. Entonces hoy mismo vamos al geriátrico.
Cuando llegamos al “Atardecer Dorado”, el guardia me miró con desconfianza. Esta vez no llevaba peluca, pero sí una determinación que hasta yo podía sentir.

—Vengo a visitar a mi abuela, Carmen Fernández —dije firme.
Subí directo al segundo piso. En la puerta 240, el señor Gómez estaba leyendo un periódico amarillento. Llevaba lentes gruesos y una dignidad que no se apagaba.
—¿Usted es Sofía, la nieta de Carmen? —me preguntó con una sonrisa sabia—. Ya me contó de tu plan. Me alegra ver que no es solo una fantasía.
Le mostré los documentos y la cámara. Él asintió, ajustando sus lentes.
—Bien. Escucha, niña. Tu abuela puede declarar ante notario que fue internada sin consentimiento pleno. Yo redactaré la solicitud. Pero debes presentarla con testigos y pruebas. ¿Tienes alguien más de tu lado?
—Laura y yo —respondí—. Pero puedo conseguir a mi profesor de ética del colegio, él conoce a la abuela del club de lectura.
—Perfecto. Mientras tanto, debes cuidar que tu madre no sospeche. Si se entera, podría mover los papeles antes de que actuemos.
Volví a la habitación de la abuela. Ella estaba tejiendo algo con una serenidad que contrastaba con el temblor de mis nervios.
—Abuela, lo logramos. Mañana firmaremos la solicitud para sacarte de aquí. El señor Gómez nos ayudará.
Ella me miró, sorprendida.
—¿De verdad crees que funcione?
—Sí. Y si no, lo haremos viral. Tengo amigos que saben usar redes sociales. Nadie va a encerrar a una mujer sana solo porque ya no quiere cuidar nietos.
La abuela rió por primera vez en mucho tiempo.
—Ay, Sofía… eres igualita a mí cuando tenía tu edad. Una loca con corazón.
Nos abrazamos. En ese momento, la enfermera del turno tarde apareció en la puerta, con cara de sospecha.
—¿Todo bien por aquí? —preguntó, mirando de reojo la cámara en mi mochila.
—Sí, todo bien —respondí con mi mejor sonrisa—. Solo visitando a mi abuela.
Cuando se fue, la abuela me susurró:
—Cuidado con ella. Es la favorita de la directora.
—No te preocupes, abuela. Mañana a esta hora estaremos tomando café en tu casa.
Pero esa noche, cuando llegué a casa, encontré a mamá esperándome en el sofá. En su mano tenía la carpeta azul.
—¿Buscabas esto? —preguntó con una voz helada.
El corazón se me detuvo. Laura tenía razón. Mamá se había dado cuenta.