Mi abuela, antes de morir, se negó rotundamente a cerrar los ojos, y me obligó a hacer un juramento maldito…

Mi abuela, antes de morir, se negó rotundamente a cerrar los ojos, y me obligó a hacer un juramento maldito.

Aún recuerdo su mirada en ese momento: opaca, inmóvil, pero ardiente como ceniza encendida. Sus dedos temblorosos me sujetaban con una fuerza inesperada, sin dejarme apartarme.

—”Júralo… que llevarás mis cenizas de vuelta al lugar del que huí… a Oaxaca, México. La noche del Día de los Muertos… deberás colocarlas en el altar de los Montez… donde pertenece mi alma.”

Me quedé paralizado. Nuestra familia llevaba tres generaciones viviendo en China. ¿Qué tenía que ver todo esto con un lugar al otro lado del mundo? ¿Quiénes eran los Montez? ¿Dónde había estado mi abuela? Nadie en la familia sabía realmente sobre su pasado. Siempre que se mencionaba México, ella solo sonreía con una mueca extraña… o guardaba silencio.

—”Si no lo haces… no me culpes si… te arrastro conmigo.”

Luego soltó mi mano. Sus ojos finalmente se cerraron… y las velas de la habitación se apagaron de golpe — aunque no soplaba viento alguno.

Una semana después, recibí la única reliquia que me dejó: una pequeña caja de madera negra. Dentro había sus cenizas, un diario escrito en español y en náhuatl antiguo, y un boleto de avión a Oaxaca — ya comprado. Fecha del vuelo: 1 de noviembre.

Pensé en romper mi promesa. Me pareció absurda, una locura. Pero esa noche soñé con ser arrastrado bajo la tierra blanda y húmeda, cayendo, cayendo… hasta un lugar donde cientos de almas con máscaras de calavera reían con carcajadas agudas. En medio de ellas estaba mi abuela, susurrando:

—”Ya juraste… nadie escapa de la sangre…”

Volé a Oaxaca. La ciudad estaba envuelta en colores vibrantes y el aroma de cempasúchil. La gente celebraba el Día de los Muertos como una gran fiesta, recibiendo a los espíritus con alegría. Pero bajo esa fachada festiva, sentí algo denso, antiguo… como si el aire llevara humo de tiempos olvidados.

Seguí las instrucciones al final del diario de mi abuela. Subí una colina donde se encontraba una casa hecha de obsidiana negra. La puerta tenía tallada una serpiente de dos cabezas.

Toqué. Un anciano indígena me abrió, y al verme de arriba abajo, asintió solemnemente:

—”La sangre ha regresado.”

Me condujeron a un gran altar cubierto de flores, papel picado, velas… y cráneos reales. Coloqué la urna con las cenizas de mi abuela en el centro. En ese momento, la tierra tembló suavemente. Una pared de piedra detrás del altar se deslizó, revelando un túnel oscuro.

—”Debes entrar a Mictlán para completar el juramento.” —dijo el anciano.

No entendía nada. Pero algo dentro de mí… me empujó a seguir adelante.

Caminé por el pasadizo estrecho, oscuro como la muerte. A mi alrededor, susurros flotaban en el aire:

—”Portadora… portadora…” (La que lleva…)

Llegué a una cámara circular de piedra. En el centro, un pozo sin fondo. Al lado, un altar más pequeño, donde reposaba una máscara dorada con forma de serpiente bicéfala, cada boca sosteniendo una flor.

En la pared había una inscripción grabada:

“Quien lleva la sangre, lleva la deuda.”

Volteé. La puerta se había cerrado detrás de mí.

Una voz resonó —no la de mi abuela, sino la mía, saliendo de los muros:

—”No viniste a traerla de regreso… viniste a reemplazarla.”

Del pozo brotó una neblina blanca. Vi la figura de mi abuela —joven, sus ojos brillaban con una luz casi divina. Me miró con ternura… pero también con resignación.

—”Gracias, nieta mía. Tú eres el camino —no la guía.”

Entonces comprendí. Mi abuela no quería descansar en paz. Quería volver a la vida.

Y mi alma… era el precio.

Al día siguiente, en las calles de Oaxaca, entre la multitud disfrazada celebrando el Día de los Muertos, caminaba una mujer mayor vestida de negro, con una máscara de calavera. En sus manos, una flor de cempasúchil. Sonreía en silencio.

Nadie notó que esos ojos… alguna vez fueron míos.

¿Y yo…?

Sigo aquí. En lo profundo de la tierra. Custodiando el pozo.

Esperando.

Porque cada año, en el Día de los Muertos, llegará alguien más…
alguien que aún no ha hecho su juramento.

Porque… la sangre… nunca se paga del todo.