“Me quejé del hospital hasta que vi a una enfermera abrazar a un paciente que no tenía visitas.”
Llevaba tres días en ese hospital y ya estaba harto. Harto de las sábanas ásperas, del café aguado, de las enfermeras que tardaban siglos en responder al timbre. Harto de todo.
—Es que no se puede trabajar así —le dije a mi hermana por teléfono—. Llevan media hora de retraso con mi medicación. Media hora. Y ni te cuento la comida, parece de cartón.
—Ya, pero al menos te están atendiendo —me respondió ella con ese tono paciente que usaba cuando sabía que yo exageraba.
—Sí, claro, cuando les da la gana.
Colgué de mal humor y me quedé mirando el techo, contando las manchas de humedad. Cuarenta y dos. Ya las había contado antes.
A las ocho de la noche, decidí salir a caminar por el pasillo. Necesitaba estirar las piernas y, honestamente, necesitaba seguir alimentando mi indignación. Quería encontrar más cosas de las que quejarme, más pruebas de lo terrible que era todo esto.
Caminé despacio, arrastrando mi suero con ruedas, pasando por delante de habitaciones con puertas entreabiertas. Risas de alguna familia. El murmullo de un televisor. El llanto de un niño.
Entonces la vi.
Al fondo del pasillo, junto a la habitación 347, estaba la enfermera Rodríguez. La había visto antes, siempre seria, siempre ocupada, con esa expresión de cansancio permanente en el rostro. Pero ahora… ahora estaba abrazando a alguien.
Me acerqué un poco más, curioso. Era un hombre mayor, muy delgado, en pijama de hospital. Estaba llorando en silencio, y ella lo sostenía con una ternura que me dejó clavado en el sitio.
—Ya, don Alberto, ya —le decía suavemente—. Ya pasó. Aquí estoy.
—Es que nadie vino hoy tampoco —sollozó él—. Les llamé, pero… nadie.
—Lo sé, lo sé. Pero yo estoy aquí, ¿vale? No está solo.
Se quedaron así un largo momento. Ella no miraba su reloj. No parecía tener prisa. Solo lo abrazaba.
—¿Sabe qué? —dijo la enfermera de repente, con una sonrisa en la voz—. Mi turno termina en veinte minutos, pero antes de irme voy a traerle un chocolate caliente de la cafetería. De los buenos, no de la máquina. ¿Le parece?
El hombre asintió, limpiándose los ojos.
—Eres muy buena, Carla.
—Y usted muy valiente, don Alberto. Lleva un mes aquí plantándole cara a todo. Eso merece chocolate.
Los vi caminar juntos hacia su habitación, ella ajustándole la bata, él apoyándose en su brazo.
Regresé a mi cuarto en silencio. Las sábanas seguían siendo ásperas y el café seguía siendo malo, pero de repente eso no parecía importar tanto. Me senté en la cama y vi mi teléfono sobre la mesita. Todas mis quejas, todos mis mensajes malhumorados. Escrito por Gisel Dominguez.
Pensé en la enfermera Rodríguez. En sus turnos de doce horas. En su cansancio. En cómo, a pesar de todo, había encontrado tiempo para sostener a un hombre que no tenía a nadie.
Cuando vino a traerme la medicación, media hora después, la miré de verdad por primera vez.
—Gracias —le dije.
Ella parpadeó, sorprendida.
—¿Por la medicación?
—Por todo. Por estar aquí.
Sonrió, una sonrisa pequeña pero genuina, y por un momento vi algo más que cansancio en su rostro.
—Para eso estamos.
Cuando se fue, volví a mirar el techo. Las manchas seguían siendo cuarenta y dos. Pero ahora, de alguna manera, parecían menos importantes.