Me quedé viuda el día que nacieron mis hijas. Mi vecino me salvó la vida.

No sé en qué momento dejé de mirar por la ventana. Supongo que fue cuando las mellizas empezaron a despertarse cada dos horas, cuando los días se convirtieron en una nebulosa de pañales, biberones y llanto. Tres meses sin Tomás. Tres meses en los que el mundo se había reducido a estas cuatro paredes y dos bebés que me necesitaban más de lo que yo podía dar.

Fue el sonido lo que me sacó del sopor una mañana. Un raspado rítmico, suave pero persistente. Me asomé con Sofía dormida contra mi pecho y vi a don Ernesto, el vecino del 42, barriendo mi vereda.

Abrí la puerta con cuidado de no despertar a la bebé.

—Don Ernesto, no hace falta…

Se detuvo y me miró por encima de sus lentes gruesos. Tenía que rondar los setenta y cinco años, tal vez más.

—Buen día, señora Laura. No se preocupe, ya estaba barriendo la mía. Dos metros más no me cuestan nada.

—Pero yo…

—Usted tiene las manos ocupadas —señaló con la barbilla a Sofía—. ¿La otra también duerme?

—Por ahora sí. Aprovecho estos minutos de paz.

—Entonces no la molesto más. Que descanse.

Y siguió barriendo, como si fuera lo más natural del mundo.

Al día siguiente, cuando salí a buscar el correo, la vereda estaba impecable otra vez. Y había una bolsa en la puerta con tomates y acelga.

—De mi huerta —dijo don Ernesto desde su jardín—. Tengo de sobra.

—No puedo aceptar…

—¿Va a dejar que se pudran? —preguntó con una sonrisa arrugada—. Hágame el favor.

La tercera vez que lo vi barrer, salí con las mellizas en el cochecito doble. Valeria lloraba con ganas, como solo ella sabía hacerlo.

—Tiene buenos pulmones esa —comentó don Ernesto, sin dejar de barrer.

—No paró en toda la noche. Creo que tiene cólicos.

—Mi esposa, que en paz descanse, les daba masajes en la pancita a nuestros hijos. Movimientos circulares, suavecitos, en el sentido de las agujas del reloj. Decía que ayudaba. Escrito por Gisel Dominguez.

—¿Tiene hijos?

—Tres. Ya grandes, viven lejos. —Hizo una pausa—. Ella murió hace dos años. Cáncer.

—Lo siento mucho.

—Son cosas de la vida, m’hija. —Se apoyó en la escoba—. ¿Le molesta si le pregunto… el papá de las nenas?

Tragué saliva. Todavía me costaba decirlo en voz alta.

—Accidente de tránsito. Estaba yendo al hospital para el parto. Nunca las conoció.

Don Ernesto bajó la mirada y asintió despacio, como masticando el dolor ajeno.

—Qué injusticia más grande. Lo lamento de corazón.

Nos quedamos en silencio. Valeria seguía llorando.

—Pruebe con los masajes —dijo finalmente—. Y si necesita que le alcance algo del almacén, avise nomás. Yo voy todos los días.

—Gracias, don Ernesto. De verdad.

—No es nada. Los vecinos están para eso.

Una semana después, me lo encontré arreglando la manija del portón que se había roto.

—¡Don Ernesto! ¿Qué hace?

—Esto estaba suelto hace días. Pensé que con las nenas en brazos no podía andar peleando con un portón.

—Yo iba a llamar a alguien…

—¿Para qué gastar? Ya está. —Probó la manija un par de veces—. Como nueva.

Me mordí el labio. La garganta se me cerró.

—No sé cómo pagarle todo lo que está haciendo.

—¿Pagarme? —Se secó las manos en el pantalón—. Señora Laura, tengo setenta y ocho años y una casa vacía. Usted me está haciendo el favor a mí. Me da algo que hacer, alguien con quien hablar. Y además… —sonrió con ternura—, esas bebitas me recuerdan cuando mis hijos eran chiquitos.

Las lágrimas me rodaron sin permiso.

—Perdón, estoy muy sensible últimamente.

—No se disculpe. Está criando dos bebés sola, durmiendo poco y extrañando al hombre que amaba. Tiene derecho a llorar todo lo que necesite.

—Es que algunos días siento que no puedo más. Que no voy a poder sola.

—¿Sola? —Me miró con ojos brillantes—. M’hija, usted no está sola. Yo estoy acá. Y voy a seguir estando. Para barrer, para traer verduras, para arreglar portones o para lo que sea. ¿Está claro?

Asentí, incapaz de hablar.

—Ahora vaya adentro —dijo con voz firme pero amable—. Haga esos masajes para la cólico de Valeria. Y si necesita dormir una siesta, ponga a las nenas en el cochecito y lo saco a pasear por la cuadra. Cincuenta años atrás lo hacía con los míos, todavía me acuerdo.

—¿Haría eso?

—Claro que sí. Usted descanse. Las nenas van a estar bien conmigo.

Esa tarde, mientras don Ernesto paseaba a mis hijas por la vereda que él barría cada mañana, me tiré en la cama y dormí dos horas seguidas por primera vez en tres meses.

Cuando desperté y miré por la ventana, lo vi sentado en su jardín con el cochecito al lado, meciéndolo suavemente con una mano mientras leía el diario con la otra. Sofía y Valeria dormían tranquilas.

Y por primera vez desde que Tomás se fue, sentí que tal vez, solo tal vez, íbamos a estar bien.

Porque a veces la familia no es solo la que nace. A veces es la que se construye, de vereda a vereda, con pequeños gestos de humanidad que barren la soledad y siembran esperanza donde antes solo había polvo.