“Me quedé sola con mis tres hermanitos cuando murieron mis padres… y ahora quieren separarnos.”

El sonido del teléfono me despertó a las seis de la mañana. Era la trabajadora social.

—Sofía, necesito que vengas a la oficina hoy. Tenemos que hablar sobre la situación de tus hermanos.

Mi estómago se contrajo. Hacía tres meses que papá y mamá habían muerto en ese accidente, y desde entonces vivía con el miedo constante de que alguien viniera a llevarse a Mateo, Lucía y Santiago.

—¿Qué pasa? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Hemos encontrado familias dispuestas a adoptarlos. Es lo mejor para todos.

—No —dije inmediatamente—. Ya hablamos de esto. Yo puedo cuidarlos.

—Sofía, tienes dieciocho años. Trabajas medio tiempo en una cafetería. No puedes mantener a tres niños.

Colgué el teléfono y me quedé sentada en la cama, temblando. Desde la habitación de al lado escuché la voz de Santiago, mi hermano de seis años:

—Sofi, ¿ya es hora de desayunar?

—Sí, amor, ya voy.

Entré a su cuarto y lo encontré intentando despertar a Mateo, de ocho años, quien dormía en la cama de arriba.

—Mateo no se quiere levantar —me dijo Santiago con su pijama de dinosaurios arrugada.

—Déjame a mí —le susurré, y subí para sacudir suavemente a Mateo—. Vamos, dormilón.

Lucía, de doce años, ya estaba despierta en su habitación, peinándose frente al espejo. Era la más parecida a mamá, con esos ojos verdes que se llenaban de lágrimas cada vez que creía que no la estaba viendo.

—¿Todo bien? —me preguntó cuando pasé por su puerta.

—Sí —mentí—. ¿Puedes ayudarme con el desayuno?

Mientras preparábamos cereal y tostadas, Lucía me observaba con esa mirada demasiado madura para sus doce años.

—Anoche oí que hablabas por teléfono —dijo en voz baja—. Era sobre nosotros, ¿verdad?

No podía mentirle. Lucía era demasiado inteligente.

—Sí. Pero no va a pasar nada, te lo prometo.

—¿Nos van a separar?

Los gemelos dejaron de comer y me miraron con sus ojos enormes llenos de miedo.

—No —dije con más firmeza de la que sentía—. No voy a dejar que eso pase.

Esa tarde, después de dejar a los niños en la escuela, fui a la oficina de servicios sociales. La señora González me esperaba con una carpeta llena de papeles.

—Mira, Sofía, entiendo que quieres mantener unida a tu familia, pero tienes que ser realista. No tienes estudios universitarios, no tienes ahorros, vives en un apartamento de dos habitaciones…

—Pero somos una familia —la interrumpí—. Ellos me necesitan.

—Y por eso estamos buscando buenas familias para cada uno. Familias que puedan darles estabilidad, educación, oportunidades…

—¿Cada uno? —Las palabras se me atoraron en la garganta—. ¿Los van a separar?

—Es difícil encontrar una familia dispuesta a adoptar tres niños de una vez. Pero mira —abrió la carpeta—, los Morrison quieren adoptar a Santiago. Son maestros, tienen una casa grande, pueden darle todo lo que necesita. Y para Mateo tenemos a los Chen, una pareja joven sin hijos que…

—¡No! —grité, levantándome de la silla—. ¡No pueden hacer esto! Soy su hermana, soy su familia.

—Sofía, cálmate. Sé que duele, pero…

—¿Sabe qué? Santiago todavía llora por las noches pidiendo a mamá. Mateo se hace pipí en la cama cuando tiene pesadillas. Y Lucía… Lucía finge que está bien pero se la pasa viendo fotos de papá y mamá. ¿Cree que van a estar mejor con extraños?

La señora González suspiró.

—El juicio es en dos semanas. Si puedes demostrar que tienes los medios para mantenerlos…

—Los voy a tener —dije, aunque no sabía cómo.

Esa noche, después de acostar a los niños, me quedé despierta haciendo cuentas. Necesitaba un trabajo de tiempo completo, pero ¿quién cuidaría a los niños? Necesitaba un apartamento más grande, pero ¿con qué dinero? Necesitaba…

Un golpecito en mi puerta me interrumpió. Era Lucía.

—¿Puedo dormir contigo? —me preguntó.

Se acurrucó a mi lado y después de un rato de silencio, me dijo:

—Escuché lo que le dijiste a Santiago en el desayuno. Que no nos van a separar.

—Y no lo van a hacer.

—¿Cómo lo sabes?

La abracé más fuerte.

—Porque cuando mamá y papá murieron, me prometí que siempre los iba a proteger. Y las promesas no se rompen.

—Pero somos muchos problemas para ti. Tal vez sería mejor…

—No digas eso nunca más —la interrumpí—. Ustedes no son problemas. Son mi familia. Son lo único que me queda de papá y mamá, y lo único que los mantiene vivos para mí.

Lucía se quedó callada un momento.

—¿Y si no podemos quedarnos juntos?

—Entonces nos escapamos —dije, medio en broma.

—¿En serio? —preguntó con los ojos brillando.

—En serio. Aunque tengamos que vivir en una carpa en el bosque, comiendo raíces y bebiendo agua de río.

Lucía se rió por primera vez en semanas.

—Mateo estaría encantado. Le encantan las aventuras.

—Y Santiago podría buscar dinosaurios.

—¿Y yo qué haría?

—Tú serías la jefa. Eres la más inteligente de todos.

Al día siguiente empecé a tocar todas las puertas posibles. Hablé con mi jefe en la cafetería, con vecinos, con los maestros de los niños. Conseguí un trabajo de noche limpiando oficinas. La señora del apartamento 4B se ofreció a cuidar a los niños cuando yo no estuviera.

—Sofi, estás trabajando demasiado —me dijo Mateo una noche cuando llegué a casa a las dos de la madrugada.

—Es solo por un tiempo, amor.

—¿Es para que no nos separen?

—Sí.

—Entonces está bien —dijo, y me abrazó—. Yo también voy a ayudar. Puedo vender mis cartas de Pokémon.

—No hace falta, Mateo.

—Sí hace falta. Somos un equipo, ¿no?

El día del juicio llegué con tres trabajos, un apartamento de tres habitaciones (diminuto pero legal), y cartas de recomendación de medio barrio. Los niños estaban sentados en la primera fila, vestidos con la mejor ropa que tenían.

Cuando el juez preguntó si tenía algo que decir, me levanté con las piernas temblando.

—Su señoría, sé que soy joven. Sé que no tengo mucho dinero. Pero estos niños son mi familia, y yo soy la suya. Cuando nuestros padres murieron, no solo perdimos a mamá y papá. Perdimos nuestra casa, perdimos nuestra rutina, perdimos la sensación de seguridad. Lo único que nos queda somos nosotros cuatro.

»Santiago todavía me pregunta cuándo van a volver papá y mamá. Mateo dibuja aviones porque dice que así puede visitarlos en el cielo. Lucía pretende que no le importa nada, pero guarda todas las cartas de cumpleaños que nos escribió mamá. Si los separamos, van a perder lo último que les queda de la familia que conocían.

»Puede que no pueda darles una casa grande o vacaciones en la playa. Pero puedo darles amor, puedo darles estabilidad, y puedo asegurarme de que nunca se sientan solos en este mundo.

El juez me miró por un largo momento. Luego miró a mis hermanos.

—¿Niños, quieren quedarse con su hermana?

Los tres asintieron al mismo tiempo.

—¿Aunque eso signifique que tal vez no tengan tantas cosas como tendrían con una familia adoptiva?

—No importa —dijo Lucía—. Ella es nuestra hermana.

—Y nosotros somos su familia —agregó Mateo.

—Y las familias no se separan —terminó Santiago.

Seis meses después, estamos todos apretujados en nuestro apartamento de tres habitaciones. Trabajo dos trabajos, Lucía me ayuda con la tarea de los gemelos, y Santiago ya no llora tanto por las noches.

No es perfecto. A veces no hay dinero para el cine, a veces tengo que decir que no a cosas que quieren, y a veces me quedo dormida en la mesa de la cocina después de una jornada de dieciséis horas.

Pero cuando llego a casa y los tres corren a abrazarme, cuando cenamos juntos hablando de nuestro día, cuando nos acurrucamos en el sofá a ver películas los domingos, sé que hice lo correcto.

Porque somos una familia. Y las familias no se separan.