Me llamo Miguel y tengo diez años. Ese día salí del colegio con mi mochila colgando en la espalda y un taper de comida guardado adentro. No lo había tocado en el recreo, aunque tenía hambre. Había decidido guardarlo porque en la entrada vi a un niño de mi edad lustrando zapatos y pidiendo algo de comer.

Cuando me acerqué, él bajó la mirada. Tenía las manos manchadas de betún y la ropa gastada, con agujeros en los codos.

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—Hola, soy Miguel —le dije tímido. Él levantó los ojos, sorprendidos. —Yo soy Andrés —respondió en voz baja. Saqué mi taper y se lo entregué.

—Esto es para ti. Guardé mi comida porque pensé que la necesitabas más que yo. Andrés me miró como si no entendiera. Luego abrió el taper y vi cómo sus ojos brillaban.

—Gracias… —susurró—.

Mi mamá está enferma y casi no tenemos qué comer. Yo trabajo lustrando zapatos para comprarle medicinas. Ese momento me golpeó fuerte. Tenía solo diez años, como yo, pero cargaba una vida mucho más dura.

Me fui a casa pensando en él, con el corazón apretado. Al día siguiente, les conté a mis compañeros de clase y a la maestra lo que había pasado. Al principio se quedaron en silencio, pero después uno de ellos levantó la mano:

Uno de ellos levantó la mano y dijo:
—Profe, ¿y si entre todos juntamos algo de comida para Andrés y su familia?

La maestra sonrió con ternura, aunque sus ojos estaban húmedos.
—Esa es una idea maravillosa —respondió.

Entonces comenzaron a organizarse. Cada compañero prometió llevar algo al día siguiente: arroz, frijoles, pan, frutas, ropa usada en buen estado. Yo me sentí feliz, como si de pronto ya no estuviera solo en mi deseo de ayudar.

Al salir de clase, algunos amigos se acercaron a mí.
—Miguel, ¿tú crees que él acepte todo esto? —preguntó Sofía, la más callada del grupo.
—Claro que sí —contesté—. A veces lo que más cuesta no es recibir cosas, sino sentir que no estás solo.

Esa tarde preparé mi mochila, no con cuadernos, sino con una bolsa grande de arroz que mi mamá me ayudó a empacar. Cuando le conté la historia, ella me abrazó fuerte.
—Hijo, hiciste algo muy noble —me dijo—. Yo también voy a cocinar algo especial mañana para esa familia.

Al día siguiente la clase estaba distinta: todos habían traído algo. El escritorio de la maestra parecía un pequeño mercado solidario. Había pan recién horneado, frutas de colores, ropa doblada, incluso una cajita con medicinas que un papá farmacéutico había donado.

Salimos en grupo, guiados por la maestra, hasta el lugar donde Andrés solía trabajar. Allí estaba, sentado en la acera, lustrando los zapatos de un hombre apurado. Cuando nos vio, abrió mucho los ojos.

—¡Andrés! —lo llamé agitando la mano.
Él se levantó, tímido, con el cajón de betún colgado de su hombro.
—Hola, Miguel —dijo bajito.

Entonces mis compañeros comenzaron a acercarse, cada uno con algo en las manos. Nadie habló de caridad ni de lástima; todos sonreían con la calidez de quien comparte.

—Esto es para ti y tu mamá —dijo Sofía, entregándole una bolsa con pan.
—Y esto también —agregó Juan, poniendo frutas sobre la caja de betún.

Andrés estaba paralizado. Sus ojos brillaban con lágrimas que no se animaban a caer.
—No sé qué decir… —balbuceó.

La maestra puso una mano en su hombro.
—No tienes que decir nada, hijo. Solo recibe nuestro cariño.

De pronto, algo mágico sucedió: Andrés rompió a llorar, pero no con tristeza, sino con alivio. Lloraba como quien suelta un peso demasiado grande. Yo me acerqué y lo abracé fuerte.

—Ya no estás solo, Andrés. Somos tus amigos.

Ese abrazo se volvió contagioso: pronto todos los niños lo rodeamos, y en medio de esa calle ruidosa se formó un círculo de afecto. La gente que pasaba se detenía a mirar, algunos con sonrisas, otros con lágrimas.

Con el paso de los días, la ayuda no quedó en un solo gesto. Mis compañeros seguían llevando comida, y algunos padres empezaron a buscar maneras de apoyar más: un señor consiguió trabajo para la mamá de Andrés en una tienda; otra vecina ofreció revisarla médicamente sin cobrar.

Andrés dejó de lustrar zapatos y comenzó a ir a la escuela con nosotros. Al principio estaba tímido, pero poco a poco empezó a sonreír más, a participar en clase, a jugar en el recreo.

Un día, semanas después, la maestra nos pidió que escribiéramos una redacción sobre “el acto más importante que hemos vivido”. Yo escribí sobre la primera vez que vi a Andrés con su cajón de betún. Andrés, en cambio, escribió sobre el día en que un niño llamado Miguel decidió compartir su comida.

Cuando él leyó su redacción en voz alta, la clase entera guardó silencio. Andrés terminó diciendo:
—Ese día comprendí que la amistad puede cambiar la vida de alguien… y la mía cambió para siempre.

Yo sentí un nudo en la garganta. Nunca imaginé que un pequeño gesto, un simple taper de comida, pudiera convertirse en algo tan grande.

Con el tiempo, Andrés y yo fuimos como hermanos. Crecimos juntos, estudiamos juntos, compartimos juegos, sueños y secretos.

Y cada vez que alguien me preguntaba qué significaba la palabra “solidaridad”, yo no buscaba en un diccionario. Solo cerraba los ojos y recordaba aquel instante: la mirada sorprendida de un niño con las manos manchadas de betún, el brillo en sus ojos al abrir un taper de comida, y el círculo de brazos que lo abrazaban con fuerza.

Porque entendí que la solidaridad no es dar lo que te sobra, sino compartir lo que eres.

Y sobre todo, aprendí que incluso un niño de diez años puede encender una luz que ilumine la vida de otros.