Me hice pasar por la hija de mi vecina para que no la internaran por demencia
Me hice pasar por la hija de mi vecina para que no la internaran por demencia
Todo comenzó un martes por la tarde, cuando escuché los gritos desde el pasillo.
—¡No me voy a ir! ¡Ustedes no son nadie para llevarme!
Abrí la puerta y vi a la señora Marta aferrándose al marco de su departamento mientras dos trabajadores sociales intentaban convencerla de que los acompañara. Uno de ellos sostenía una carpeta con documentos oficiales.
—Señora, es por su bien. Su hija firmó los papeles. Ya no puede vivir sola.
—¡Yo no tengo hija! —gritó Marta, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡Es una mentira!
Me acerqué sin pensarlo.
—¿Qué está pasando aquí?
El trabajador social me miró con fastidio.
—¿Y usted quién es?
—Soy su hija —dije, sorprendiéndome de mis propias palabras.
Marta me miró fijamente. Sus ojos confundidos se detuvieron en mi cara, buscando algo. Luego, una sonrisa temblorosa apareció en sus labios.
—Carolina… —susurró.
—Sí, mamá. Soy yo.
El trabajador social frunció el ceño y revisó sus papeles.
—Aquí dice que su hija vive en el extranjero y que firmó desde allá mediante poder notarial.
—Pues está mal informado —respondí con toda la firmeza que pude—. Yo vivo aquí, en el edificio. Siempre he estado cerca de mi madre.
—Necesitamos verificar su identidad.
—Por supuesto. Suban y hablamos con calma.
Los convencí de que nos dieran unos días para resolver el malentendido legal. Cuando se fueron, Marta me tomó de la mano.
—Carolina, mi niña. Sabía que volverías.
Esa noche me quedé con ella. Le preparé té de tilo, como le gustaba, y nos sentamos en el sofá desgastado de su sala.
—¿Te acuerdas cuando eras pequeña y te contaba cuentos antes de dormir? —me preguntó.
—Claro que sí, mamá.
—Tu favorito era el del príncipe que se convertía en golondrina.
Asentí, aunque no conocía ese cuento. Marta cerró los ojos, apoyando su cabeza en mi hombro.
Los días siguientes fueron un torbellino. Investigué y descubrí que la verdadera Carolina, su hija, vivía en España desde hacía quince años. Nunca la visitaba, apenas llamaba, y ahora había decidido que era más conveniente internar a su madre en un geriátrico público para vender el departamento.
—Eres una buena hija —me dijo Marta una mañana mientras desayunábamos—. No como esas vecinas entrometidas que siempre están espiando.
Me reí, aunque me dolió. Yo había sido esa vecina entrometida durante dos años, la que le dejaba comida en la puerta, la que la ayudaba a buscar las llaves que perdía constantemente, la que la acompañaba a las citas médicas cuando nadie más lo hacía.
Contraté a un abogado con mis ahorros. Era un riesgo enorme, pero no podía dejarla ir así.
—Tenemos que demostrar que la señora está siendo cuidada adecuadamente —me explicó—. Y que existe un conflicto de intereses por parte de la hija biológica.
—¿Y si ella viene?
—Será tu palabra contra la suya.
Durante las semanas siguientes, me convertí en Carolina de verdad. Aprendí los nombres de sus antiguos vecinos, de sus amigas del club de tejido, del doctor que la atendía desde hacía treinta años. Marta me contaba historias y yo las guardaba en mi memoria como tesoros.
—Cuando eras pequeña, tenías miedo de la oscuridad —me dijo una noche—. Yo dejaba la luz del pasillo encendida.
—Todavía la dejas encendida, mamá.
—¿Sí? —sonrió—. Supongo que las costumbres no se olvidan.
Pero había momentos de claridad que me aterraban. Una tarde, Marta me miró fijamente mientras pelábamos papas.
—Tú no eres Carolina, ¿verdad?
Se me heló la sangre.
—¿Por qué dices eso, mamá?
—Carolina tenía una cicatriz en la ceja izquierda. Se cayó de la bicicleta cuando tenía nueve años.
Me quedé en silencio. Marta siguió pelando papas, sus manos temblando ligeramente.
—Pero tú estás aquí. Y Carolina nunca está aquí.
Puso su mano sobre la mía.
—Tú me quieres. Eso es lo que importa, ¿no?
Sentí que se me quebraba algo por dentro.
—Sí, mamá. Te quiero mucho.
—Entonces eres mi hija. Más hija que la que me abandonó.
El juicio fue breve. La verdadera Carolina apareció por videoconferencia, elegante y fría, argumentando que su madre necesitaba cuidados profesionales. Yo declaré que había estado viviendo con Marta, cuidándola, manteniéndola estable. Los vecinos testificaron a mi favor. El médico confirmó que su demencia era manejable en casa con supervisión.
Ganamos. El juez dictaminó que Marta podía quedarse en su hogar bajo mi cuidado. Carolina, furiosa, amenazó con apelar pero nunca lo hizo. Supongo que no valía la pena el esfuerzo.
Han pasado seis meses. Algunas mañanas, Marta me llama Carolina. Otras, me llama por mi verdadero nombre, Ana. Y en sus momentos más lúcidos, me llama “hija mía”, sin importar qué nombre use.
Esta mañana, mientras le preparaba el desayuno, me abrazó por la espalda.
—Gracias por quedarte —susurró.
—No hay otro lugar donde prefiera estar, mamá.
Y era verdad. En algún momento de estos meses, dejé de actuar. Me convertí en la hija que ella necesitaba, y ella se convirtió en la madre que yo nunca tuve.
—¿Sabes? —me dijo mientras untaba mermelada en su tostada—. A veces creo que te inventé. Que eres producto de mi cabeza confundida.
—¿Y eso te molesta?
—No —sonrió—. Si te inventé, entonces hice un buen trabajo.
Le devolví la sonrisa y le serví más café.
—El mejor, mamá. El mejor trabajo del mundo.
Afuera, el sol de la mañana iluminaba la cocina. Y en ese pequeño departamento lleno de recuerdos ajenos que se habían vuelto míos, entendí que la familia no siempre nace de la sangre.
A veces, nace de quedarse cuando todos se van.
A veces, nace de un martes cualquiera, cuando decides mentir para proteger a alguien que amas.
Y a veces, la mentira más hermosa es la que termina convirtiéndose en la verdad más real de tu vida.