“Me dijeron que no podía ser madre por tener síndrome de Down… hoy estoy criando a una niña que nadie quiso adoptar.”

Cuando era más joven, los médicos me repetían lo mismo una y otra vez:
—“Tienes que entenderlo, Mariana, por tu condición no podrás ser madre. Es mejor que ni lo intentes”.

Yo asentía, como si estuviera de acuerdo, pero por dentro me hervía la sangre. ¿Quiénes eran ellos para decidir lo que yo podía o no podía hacer?

Un día, durante una charla familiar, mi hermana también lo dijo:
—Mariana, tú eres especial, deberías concentrarte en tu trabajo en la panadería y en ti misma. Tener un hijo no es para ti.

Yo la miré fijo y respondí:
—¿Y si lo es? ¿Y si ser madre es precisamente lo que más deseo en la vida?

Ella suspiró y me acarició la mano como si fuera una niña caprichosa. Eso me dolió más que cualquier diagnóstico.



El destino me sorprendió cuando fui a visitar un hogar de niños en la ciudad. Allí conocí a Lucía, una bebecita de apenas seis meses. Tenía unos ojos inmensos, llenos de tristeza, como si ya supiera que el mundo le había dado la espalda.

La cuidadora me contó:
—Nadie quiere adoptarla. Sus padres la abandonaron al nacer, y todas las familias que vinieron a verla terminaron rechazándola.

La cargué en mis brazos y sentí que se acomodaba en mi pecho como si hubiera estado esperando ese abrazo toda su vida. En ese momento lo supe: esa niña era mía.



Cuando le dije a mi familia que quería iniciar los trámites de adopción, estalló la discusión.
—¡Estás loca! —gritó mi cuñado—. ¿Cómo vas a cuidar tú sola de un bebé?
—Precisamente porque estoy sola —le contesté—. Nadie me ha cuidado a mí mejor que yo misma.

Mi mamá, con lágrimas en los ojos, murmuró:
—Hija, la gente no entiende… piensan que no puedes.
Yo apreté fuerte a Lucía entre mis brazos y respondí:
—Pues que sigan pensando. Yo no necesito que crean en mí, necesito que ella sí lo haga.



El proceso fue largo, lleno de preguntas, exámenes y miradas de desconfianza. En cada reunión me preguntaban lo mismo:
—¿Está segura de que puede hacerse cargo?
—Sí —contestaba una y otra vez—. No estoy pidiendo un milagro, estoy pidiendo ser madre.

Y lo logré.



Hoy, mientras escribo esto, Lucía corre por el patio con su vestido rosa lleno de manchas de chocolate. Se ríe a carcajadas y me grita:
—¡Mamá, mírame!

Yo la miro y no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. La niña que nadie quiso es ahora mi razón de vida.

La abrazo fuerte y le digo:
—Lucía, tú y yo somos iguales. Nos subestimaron, nos rechazaron, pero aquí estamos… juntas.

Ella me besa la mejilla y responde con toda la inocencia del mundo:
—Yo te elegí, mamá.

Y en ese instante entiendo que los médicos, mi familia, la sociedad… todos estaban equivocados. Porque la maternidad no depende de la perfección, sino del amor.