“Me das asco”, le dijo su propio hijo… y al día siguiente, el anciano vendió su casa y desapareció.
Viudo desde hacía años, don Melchor Ramírez vivía en el pequeño pueblo minero de Santa Esperanza, en el norte de México, criando solo a sus dos hijos, Nicolás y Rosa. Era un hombre de sesenta y cinco años, marcado por el trabajo incansable en la mina. Cada mañana helada regresaba exhausto a su modesta casa de adobe, con los pulmones cargados de polvo y el cuerpo rendido, pero su espíritu permanecía firme por sus hijos.

A pesar del dolor y la fatiga, cuando llegaba a casa Nicolás y Rosa corrían a abrazarlo con alegría. Él los levantaba fingiendo no sentir el dolor y, con manos torpes pero llenas de ternura, les preparaba el almuerzo de siempre: arroz con papas y un poco de frijoles.
—Nada en la vida se logra sin sacrificio —les repetía con voz cansada—. Algún día ustedes tendrán lo que yo nunca tuve.
El tiempo pasó. Rosa, la menor, se destacó en sus estudios y obtuvo una beca para estudiar en el extranjero. Aunque preocupado por los gastos, don Melchor no permitió que la rechazara.
—Hija, tú te lo ganaste. Yo me encargaré de todo —le dijo con una sonrisa forzada—. Trabajaré más duro que nunca.
Y así, Rosa partió dejando a su padre sumido en una soledad silenciosa.
Mientras tanto, Nicolás comenzó a desviarse del camino. Empezó a juntarse con malas compañías, a beber en la cantina del pueblo y a llegar tarde a casa. Don Melchor lo enfrentó una tarde:
—Hijo, vuelve a la escuela. No sigas ese camino.
Pero Nicolás lo miró con desprecio.
—¡Ya basta, viejo! ¡Déjame vivir mi vida!
Aquellas palabras hirieron más que cualquier golpe.
Desde entonces, los días de don Melchor fueron un ciclo interminable: salir de la mina, buscar a su hijo borracho, llevarlo a casa, acostarlo, y volver a trabajar. Nicolás nunca mostró gratitud, solo desprecio y exigencias.
Hasta que un día, el cuerpo del viejo minero no resistió más. Cayó en la oscuridad de la mina y fue llevado al médico del pueblo. El diagnóstico fue devastador: los pulmones destruidos por el polvo y los años de esfuerzo. Le quedaba poco tiempo de vida.
Esa tarde, al regresar a casa con el corazón hecho pedazos, vio a su hijo riendo y bebiendo con sus amigos. Se acercó, dispuesto a llevarlo, pero entonces escuchó las palabras que lo quebraron por completo:
—Qué vergüenza me da mi viejo —dijo Nicolás, sin saber que su padre estaba detrás—. Siempre con la misma ropa rota y esos zapatos viejos. Me da asco decir que es mi padre.
Don Melchor quedó paralizado. Miró su ropa remendada, sus zapatos gastados… y lloró en silencio. Esa noche, tomó una decisión.
A la mañana siguiente, fue a la notaría del pueblo y vendió la casa. Escribió una carta breve para su hijo:
“Hijo, me voy. Perdona lo que estoy haciendo. He hecho todo lo que pude por ti. No me busques. Esta casa ya no es mía.”
Con la mitad del dinero, pagó los estudios de Rosa en el extranjero. Con la otra mitad, se trasladó a un asilo en Guadalajara, decidido a no ser una carga para nadie.
Pasaron dos años. Rosa regresó convertida en una mujer profesional. Pero al llegar a Santa Esperanza, encontró extraños viviendo en su antigua casa. Desesperada, buscó respuestas. Fue un viejo vecino quien, entre lágrimas, le contó la verdad: los abusos de Nicolás, la tristeza de su padre y la misteriosa venta antes de su desaparición.
Llenando su corazón de rabia y dolor, Rosa fue a la cantina donde su hermano pasaba los días.
—¿Cómo pudiste hacerle eso a papá? —gritó—. ¡Él lo dio todo por ti!
Nicolás, borracho, apenas la escuchó. Rosa, en un impulso, lo denunció. Poco después, fue arrestado.
Pero Rosa no descansó hasta encontrar a su padre. Después de semanas de búsqueda, descubrió su paradero: un asilo humilde en Guadalajara.
Cuando entró en la habitación, el tiempo pareció detenerse. Don Melchor yacía débil, con un respirador ayudándolo a sobrevivir. Rosa cayó de rodillas.
—Papá, lo logré… terminé mis estudios. Todo es gracias a ti. Perdóname por no haber estado antes.
Don Melchor la miró con ternura infinita.
—No, hija. Fui feliz gracias a ti. Mi orgullo… siempre fuiste tú.
Luego, con voz quebrada, agregó:
—Quiero ver a Nicolás. Tráelo… antes de que me vaya.
Rosa, aunque llena de enojo, aceptó. Logró que liberaran a su hermano y lo llevó al asilo. Cuando Nicolás entró, los ojos del viejo brillaron con una paz serena.
—Al fin… mis hijos… —susurró.
Con manos temblorosas, tomó un pequeño paquete envuelto en papel de periódico y se lo entregó a Nicolás. Un instante después, exhaló su último aliento.
Entre sollozos, Nicolás abrió el paquete. Dentro había una carta y una bolsita de tela. La carta, escrita con letra temblorosa, decía:
“Te quiero mucho, hijo. Perdóname si no fui el padre que querías. Mi ropa rota no me importaba, porque todo lo que hacía era por ustedes. Los amo a los dos. Cuida a tu hermana y sal adelante. Usa este dinero para cambiar tu vida. Yo creo en ti. —Tu padre, Melchor.”
Dentro de la bolsita, Nicolás halló la otra mitad del dinero de la venta de la casa.
Entonces entendió todo. Su padre lo había amado incondicionalmente. Cayó de rodillas, llorando.
—¡Perdóname, papá! ¡Te juro que cambiaré!
Rosa se acercó y lo abrazó sin decir palabra. En ese momento, los dos hermanos, unidos por el dolor y el arrepentimiento, lloraron juntos. Y mientras el silencio llenaba la habitación, comprendieron que el sacrificio de su padre había logrado, al final, lo que más anhelaba: que su familia se reuniera una vez más.